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Guanajuato XV (II DE III)
Siendo poco el espacio y muchos los cortometrajes que pudieron ser vistos en la decimoquinta edición del GIFF, van a continuación algunos apuntes, todos correspondientes a la sección Ficción Internacional:
Aún bajo el manto semántico referido aquí la semana pasada, hubo otros trabajos notables: Bajo el sol (2012), del mexicano Arcadi Palerm-Artís, director y guionista. El suyo es un ejercicio eficaz, resuelto en sólo diez minutos, de adaptación al presente del mito bíblico de Caín y Abel. La diferencia, sustancial, es que este cineasta defeño decidió que sus personajes tuvieran apenas unos cinco o seis años de edad. Al prescindir de todo diálogo, Palerm-Artís resolvió convenientemente al menos un par de desafíos: por un lado el riesgo de caer, por vía de la palabra hablada, en algún lugar común que manifestara rencor u odio entre los pequeños hermanos, y por otro el desafío bastante más complejo de mostrar, sin artificios, cómo un acto violento entre semejantes puede darse de manera absolutamente inopinada, al menos en apariencia.
Dueño de menores agudeza y densidad, pero no por eso ineficiente, es Familia moderna (2011), del sudcoreano Kwang-Bin Kim, quien ocupó casi el doble de tiempo que el arriba referido –dieciocho minutos– para contar otro crimen infantil: el que comete su muy pequeño hijo único contra una vecina igualmente pequeña, por alguna trivialidad que acaba por no importar nada, comparada con el hecho inmanejable, para los padres del menor, de tener en casa el cadáver de una niña cuya madre anda ya buscándola. Muy en la línea conceptual de cierto cine sudcoreano contemporáneo, las imágenes de Bin Kim –también guionista– evidencian cierta fascinación por una estética y una plástica gore que por momentos, y por desgracia, le roba espacio y tiempo al verdadero conflicto de fondo, es decir, el mismo antes mencionado: la violencia surgida, aparentemente, de la mismísima nada.
Flores |
Todavía dentro del universo infantil y adolescente cae la órbita de un corto colombiano de apreciables buena factura e intención: Flores (2012), escrito por Marcela Gómez Montoya y codirigido por ésta y Óscar Ruiz Navia. Cortometrajista y documentalista ya con experiencia pese a lo breve de su edad, Gómez Montoya sabe ubicar y no perder de vista el meollo de sus tramas y aquí lo demuestra con el conflicto personal de una adolescente solitaria, introvertida, cuya capacidad de comunicación pareciera haber sido nulificada por algún acontecimiento previo. Valeria, que así se llama la protagonista, todo lo vuelca en dos actos: un mutismo casi sin fisuras y el acto de sembrar, en una pequeña maceta, unas semillas que se verán florecer hasta el final de los veintitrés minutos del pietaje. Antes de ello, la directora va desgranando sin prisa pero sin pausa los motivos de la actitud –que posturas tan ciegas como sumarias catalogan simplemente como “típicas” de un adolescente– de Valeria: entre las más importantes, un embarazo no deseado que, por supuesto, de coronar en natalicio le trastornaría la vida entera. La maravilla es que, a diferencia de lo que quisieran las “buenas conciencias” y a contrapelo de innumerables alegatos fílmicos y televisivos sobre el mismo tema, aquí sí hay aborto y el único nacimiento que ocurre es el de las flores a las que el título del corto alude.
Ritos de iniciación, como algunos definen al conjunto de sucesos, actos y “pruebas” a las que los adolescentes asisten –con su anuencia o sin ella, con dolor o con júbilo según el caso–, pueden verse, como en el anterior, también en El brazo (2012), del trío de mujeres estadunidenses Jessie Ennis, Brie Larson y Sarah Ramos, asimismo coautoras del guión de esta pieza de nueve minutos que vale como una miniatura de cierto absurdo contemporáneo: la convicción, intrínsecamente errónea, de que estar “conectado”, tecnológicamente hablando, significa estar comunicado, e incluso vinculado, con alguien al otro lado del SMS o del Whatsapp: un chico y una chica recién se han conocido y se mensajean, y precisamente por ir mensajeando mientras conduce un auto ella muere; sus padres ven los últimos mensajes en el celular y asumen, erróneamente, que el chico aquel era el novio de ella y le piden que hable en el funeral. Imposibilitado a negarse, el dieciseisañero recurre a generalidades, vaguedades, ideas obvias y frases de botepronto, es decir, ni más ni menos que aquello de lo cual más suele nutrirse la comunicación cuando depende casi exclusivamente de los recursos tecnológicos a mano.
(Continuará)
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