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Actualidad de El Gatopardo
Marco Antonio Campos
Hay escritores que luego de escribir una vasta obra acaban imponiéndose; Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957) sólo necesitó de una extensa y soberbia novela, El Gatopardo, que escribió y pulió en los últimos años de su vida, y la cual se publicó en 1958, un año después de su muerte. En Italia se impuso como un clásico inmediato. Editada por Feltrinelli, a instancias de Giorgio Bassani, había sido rechazada por las editoriales Mondadori y Einaudi. Espléndido estilista, Bassani quiso con miles de enmiendas y borrones, embellecer la forma sin darse cuenta que no tenía derecho a volverse de alguna manera coautor. La nueva edición, conforme del todo al original de 1957, se publicó en español por Alianza Editorial en 2010 y acaba de reeditarse hace unos meses en 2012 con un prefacio esclarecedor de Gioacchino Lanza Tomasi, hijo adoptivo de Lampedusa.
Si dividimos El Gatopardo por años sería en tres partes: lo que acaece entre 1860 y 1862 (del capítulo 1 al 6), la muerte del príncipe Fabrizio en 1883 (capítulo 7) y la vejez aislada y ultra católica de las hijas (Caterina, Concetta y Carolina) en el año de 1910 (capítulo 8), donde se dibuja ya el desolado crepúsculo social y económico de la Casa de los Salina.
El escenario de El Gatopardo es casi en su totalidad la Sicilia occidental, en una escueta zona palermitana, la cual abarca principalmente San Lorenzo, donde se halla la elegante Villa Salina, y en la que vive la mayor parte del año la familia del príncipe Fabrizio; el pueblo de Donnafugata, donde se yergue el palacio de veraneo, y al que va a refugiarse la familia del príncipe a causa de la llegada a Sicilia de las tropas garibaldinas; San Cono, áspera y pobre tierra donde nació y creció el padre Pirrone, el cura de “cabecera” de la familia Salina, y la cual sirve de marco a Lampedusa para, con una deleitosa mirada irónica, ilustrar la vida primitiva e ignara de los habitantes de los pequeñísimos pueblos, y Palermo, “la ciudad regia y conventual”, donde se dan en las calles las batallas de garibaldinos contra las tropas reales y el baile de gala en el palacio Ponteleone.
En aquel 1860, cuando ocurre la mayoría de las historias del libro, se alude o se menciona en varios momentos la situación política que llevará al desmoronamiento de la monarquía borbónica y enseguida a la unidad italiana: los motines del 4 de abril, el hallazgo del cadáver del soldado del rey en el jardín de la Villa Salina, el desembarco de los Mil de Garibaldi el 11 de mayo en Marsala, las batallas en que participa Tancredi Falconeri y el plebiscito del 21 de octubre cuando el Reino de las Dos Sicilias pasa a integrarse a “la Italia una e indivisible”.
De los muchos personajes, quien está impecablemente delineado es el príncipe Fabrizio, uno de los personajes inmarchitables de la literatura italiana, cuyo menguado esplendor da sobre todo el tono elegíaco a la novela. Lampedusa lo describe en aquel 1860, a sus cuarenta y cinco años, altísimo, de ojos azules, muy robusto y de una fuerza física desmesurada. Escéptico y elegante, autoritario y sarcástico, une en una intensa dualidad el vigor intelectual de la madre alemana y la honda sensualidad del padre siciliano. Salvo él, nadie es consciente de sufrir a tal grado la fragilidad de las cosas y el desencanto del mundo, y nadie de la nobleza tiene más sentido de las varias realidades del momento que se vive: familiar, religiosa, social, política... Una figura patriarcal, no sólo para la familia, sino para los residentes de los palacios de su propiedad y para los pobladores de Donnafugata. Hombre “a caballo entre los viejos tiempos y los nuevos”, para que la familia no desaparezca del mapa social ni termine arruinada, al menos por algún tiempo, utiliza como instrumento a su sobrino Tancredi Falconeri y se erige en mediador para que se case con Angélica, la bellísima hija del millonario alcalde de Donnafugata, Calogero Sedàra –marginando aun a su hija Concetta, enamorada de Tancredi–, no sólo porque es quien se le parece más en carácter y a quien quiere más que a sus hijos, sino porque es el único que tiene la astucia y el arrojo para preservar a la familia. Ferozmente ambicioso, Tancredi, como don Fabrizio, es pragmático y avispado, mordaz y sensual, pero tal vez por su juventud no tiene la tristeza y la amargura que da la conciencia de la declinación. La falta de un mínimo y decente patrimonio, el joven la compensa con una magnífica apostura y un título nobiliario, y claro, un cinismo invulnerable para cambiar sin escrúpulos de “chaqueta”, es decir, en este caso, ser monárquico cuando eran los tiempos, dejar de serlo cuando no lo eran y volver a serlo en poco tiempo. Angélica queda en la novela, igual que en el filme de Visconti, como un inmenso resplandor lascivo. Cuando aparece, sobre todo en los bailes, llena el ámbito de sensualidad, y cuando está ausente uno extraña esa sensualidad. Alta, de cabello negro rizado, ojos verdes, un cuerpo en fuego, ya casada no será un ejemplo de fidelidad, en lo que será correctamente correspondida por Tancredi. Su padre, don Calogero Sedàra, advenedizo, ignorante, sin estilo, pero inteligentísimo y sagaz, enriquecido a la asombra ávida de su puesto público en la alcaldía, negocia con el príncipe buena parte de su fortuna como dote para repartirla entre Tancredi y Angélica. El matrimonio de ambos, por un lado, le da a la familia Sedàra clase social, y por el otro, no se tocan los bienes del príncipe y se rescata de la inopia a Tancredi.
El conservadurismo feroz, religioso y sexual de la mujer siciliana en los siglos XIX y buena parte del XX, se dibuja en una frase del príncipe cuando dice de su mujer Stella que le había dado siete hijos “y no le había visto el ombligo”, o en el capítulo final, que se ubica en 1910, cuando las tres hijas, viejas y solteronas, con el título nobiliario desvaído y un patrimonio irrelevante, se hallan mucho más próximas al amor a Dios que al vago o nulo recuerdo de un hombre.
Algunos de los muchos epigramas que Lampedusa hace decir al príncipe quedan como cortes en el rostro ajeno. Al hablar sobre la posibilidad de que Tancredi se case con su hija Concetta, dice: “Harían una bonita pareja, pero temo que Tancredi deba apuntar más alto, quiero decir más bajo.” O la muy famosa, al hablar sobre el matrimonio: “Un año de ardor y llamas, y luego treinta de cenizas.”
Contada desde arriba, al ir leyendo la novela, y más, al terminarla, uno percibe que don Fabrizio di Salina no sólo teme, se entristece y se duele de la pronta desaparición de la nobleza como grupo de poder, sino que el sentimiento de pérdida lo tiene también su biznieto Giuseppe Tomasi di Lampedusa casi un siglo más tarde.
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