Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 5 de agosto de 2012 Num: 909

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Un poeta nómada
Hugo Plascencia entrevista
con Michel Butor

De Papeles mexicanos
Michel Butor

Escritores por Ciudad Juárez

Dialogar con Ivan Illich
Ramón Vera Herrera

Actualidad de El Gatopardo
Marco Antonio Campos

La fascinación por correr
Norma Ávila Jiménez

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Columnas:
Galería
María Bárcenas

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Perfiles
Alejandro Michelena

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Alejandro Michelena

Fabini, el músico de los cerros

El gran músico uruguayo Eduardo Fabini nació en el poblado de Solís de Mataojo, muy cerca de la ciudad de Minas. Estudió con Romeo Masi y Virgilio Scarabelli,  en Bruselas en 1900, donde recibirá clases de César Thompson y Augusto Bouk. En 1901 escribe Tristes 1 y 2, piezas cargadas de nostalgia por la patria lejana. La fama le llega a los cuarenta años, con el estreno de Campo, aunque según entendidos como Hugo Balzo, sus mayores logros estarán en sus canciones y en las obras para piano que luego compondrá. Muere en Montevideo en 1950.

Se trata de uno de los creadores musicales más rotundos y coherentes que ha dado el Río de la Plata y el mayor de la primera mitad del siglo pasado. Su obra sintetizó como pocas los ritmos, aires y tonalidades propios de las tradiciones nacionales y regionales con elementos universales, en una propuesta que lograba elevar y destacar lo propio sin folclorismos ni pintoresquismos. En Gershwin el jazz mantiene su espíritu pero a la vez se eleva a otras dimensiones musicales; lo mismo acontece en Fabini con la música popular del campo rioplatense. El pericón, la vidalita, el contrapunto de la guitarra, incluso los sonidos de la naturaleza, están allí, pero sin desnaturalizarse se transforman en otra cosa, se integran a un fresco musical que abarca toda la realidad nuestra.

Las obras más notorias de Fabini son la ya mencionada Campo, La isla de los ceibos (compuesta entre 1924 y 1927), Melga sinfónica (de 1931), Mburucuyá (realizada entre 1932 y 1933), Mañana de reyes (entre '36 y '37). Entre sus canciones encontramos picos altos tales como "La güeya" (de 1926) y el "Triste N° 4" (compuesta entre  ‘30  y  ‘31), y además se pueden mencionar sus canciones infantiles de la década de los veinte.

Esta potente creación musical se ubica, sin violencias, en el contexto de un continente en procura de su  propia voz. Serán los años de Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes en la Argentina, y de Huasipungo, de Jorge Icaza en Ecuador, dos ejemplos novelísticos que trasmiten profundas realidades de la inabarcable América rural con un tono, ritmo y elaboración que se nutren de nuevas perspectivas.

Más adelante vendrán en materia artística en el concierto continental: la gran sinfonía del muralismo mexicano, el surrealismo tropical de Wifredo Lam, el pitagorismo urbano de Torres García, el ritmo de coloridas realidades de Cándido Portinari.

Eduardo Fabini pertenece, por derecho propio, a esa generación de artistas que abrió caminos en el rescate de lo auténtico, prestándole la debida atención a los vientos del mundo en cuanto al modo de trasmitirlo. Lo podemos ubicar entre los precursores que en los años veinte procuraron asimilar la variedad de nuevos caminos formales, eligiendo con equilibrio los más adecuados para el objetivo de una estrategia que buceara en las raíces, en lo que nos identifica en cuanto latinoamericanos.

De raíces serranas y visión americana

Minas y alrededores, si bien no tan lejana de la costa del Río de la Plata, por ubicarse en un valle circundado de cerros tiene el aura de la América profunda; allí confluyen los herederos del gaucho primigenio pastoreando su ganado, los chacreros y granjeros descendientes de inmigrantes, los artesanos múltiples de oficios ya perdidos en las ciudades grandes. Su proteico paisaje también alegoriza la variedad de este continente del sur, lo mismo que su fauna, en la que falta por cierto el noble león nuestro, el puma. Inmerso en esa realidad, Eduardo Fabini no podía dejar de ser en su música un decantador –desde la pequeña comarca– de esa amalgama reiterada de alturas y bajíos, de sabana y aridez, de bosque y pedregal, que es nuestra América.

No es una mera circunstancia que la composición de Campo, su gran obra según consenso crítico, haya tenido lugar en la soledad del ambiente natural campesino, junto a un arroyo bajando de las serranías, en medio de un bosque solitario y en una cabaña aislada. Allí el músico tuvo como única compañía el canto de los pájaros criollos, el sonido de la naturaleza, los silencios elocuentes de un ambiente bucólico. Y con la intransferible sabiduría que caracteriza a todo gran artista, logró trasmutar ese cúmulo de sensaciones y vivencias en una magnífica obra musical. Se puede afirmar que en ese arranque inspirador se fundamentó todo su proyecto creativo.