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Estamos en un momento de gran oscuridad del mundo en que es omnipresente la acumulación de crisis tras crisis que potencian sus efectos. Hay también movimientos de resistencia que se reconocen en sus luchas desde sus propios rincones. Más y más contundentes voces insisten en que no basta impugnar el capitalismo si no se propone con fiereza un cambio radical que, parafraseando a Immanuel Wallerstein, nos permita “repensar las premisas culturales básicas para un mundo futuro”. Para ello sería necesario deshacernos del desarrollo y la modernización que muchos consideran “la maldición civilizatoria del capitalismo”.
Hace unos cincuenta años, desde sus cuidadosas lecturas de numerosas fuentes (de Marx a los filósofos medievales, pasando por la experiencia compartida de personas, comunidades y colectivos), Ivan Illich ya proponía que no basta impugnar el capitalismo. Que hace falta la crítica profunda de lo que él llama “el monopolio radical del modo industrial de producción”. Para él, siguiendo a Marx, la sobreproducción y la acumulación desmedida de bienes y servicios, de instrumentos, es decir, de procesos concatenados, tienen efectos catastróficos para el cuerpo social. La lógica inherente a este monopolio “ejerce un control único sobre la satisfacción de una necesidad apremiante, excluyendo el recurso a las actividades no industriales”. Así se impide el ejercicio (y hasta la imaginación) de alternativa alguna, al punto que la gente duda de su propia capacidad para resolver por sí misma su tejido de necesidades y propuestas.
El imperio de una misma lógica para idear, conceptualizar, instrumentar, normar y reproducir, representa una erosión y una opresión brutales en casi todos los ámbitos de la vida.
En la etapa avanzada de la producción en masa, una sociedad produce su propia destrucción. Se desnaturaliza la naturaleza: el hombre, desarraigado, castrado en su creatividad, queda encarcelado en su cápsula individual. La colectividad pasa a regirse por el juego combinado de una exacerbada polarización y de una extrema especialización. La continua preocupación por renovar modelos y mercancías produce una aceleración del cambio que destruye el recurso al precedente como guía de la acción. El monopolio del modo de producción industrial convierte a los hombres en materia prima elaboradora de la herramienta. Y esto ya es insoportable. Poco importa que se trate de un monopolio privado o público, la degradación de la naturaleza, la destrucción de los lazos sociales y la desintegración de lo humano nunca podrán servir al pueblo. (Todas las citas de Ivan Illich provienen de La convivencialidad. Joaquín Mortiz/Planeta, México, 1974.)
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Entonces Illich pudo darle cuerpo a la dimensión vertical de la globalización, que llamaremos enormidad: ese altísimo y entreverado edificio de procesos producidos sin freno por el capitalismo y su lógica industrial; ese tramado de mediaciones institucionales, disposiciones y dependencias que disloca las decisiones y estrategias, que desplaza a las personas y las comunidades de la centralidad que debían tener para incidir en su propia vida, en sus relaciones íntimas y en su posibilidad de transformación concreta –pero también imaginativa y abstracta– de su circunstancia.
Impugnó la cultura del progreso y las seudosoluciones institucionales con sus esquemas, estándares y estrategias de desarrollo económico, y rechazó toda privatización de los ámbitos y bienes comunes de la humanidad.
Detalló la devastación inherente a esa lógica industrial que violenta las escalas y los límites naturales de dimensiones críticas de la vida toda. Planteó la necesidad de redefinir las herramientas –ya no en función de sacralizar la productividad industrial, sino en tanto nos desligan del cuerpo social o potencian la creatividad social y los lazos de convivencia.
Entre muchos de los ámbitos que investigó (como la tecnología, el transporte, el derecho, la energía), ejemplificó su crítica general cuestionando la medicina y la educación. Para Illich, la institución médica definió primero cuáles eran las enfermedades, quiénes eran los enfermos y quiénes podían ejercer la curación, y terminó inventando “modalidades de vida y muerte aparejadas a la invención de nuevas normas y nuevos tratamientos”. Terrible es ahora también la afección de no imaginar que las personas y los colectivos puedan curarse de otras formas y por cuenta propia, mientras que “la protección de una población sumisa y dependiente se convirtió en la preocupación principal, y el gran negocio, de la profesión médica”.
Dejó muy en claro que “la redefinición del proceso de adquisición del saber, en términos de escolarización”, rompió los vínculos mediante los cuales la gente aprendía mutuamente (sin saber quién es el maestro o el alumno) y subordinó el saber a la obediencia –al aceptar a una autoridad “superior” que dictamina si la enseñanza se cumplió o no. Esto terminó santificando en general toda superioridad, como si ésta fuera algo “natural”, creando la ilusión de subsanar una necesidad cuando en realidad se provocaba “una nueva forma de la marginación y una perversión epistemológica de la percepción social de la estructura del sistema”. Dice Illich:
El individuo escolarizado sabe exactamente el nivel que ha alcanzado en la pirámide jerárquica del saber, y conoce con precisión lo que le falta para alcanzar la cúspide. Una vez que acepta ser medido por una administración, según el grado de sus conocimientos, acepta después, sin dudar, que los burócratas determinen sus necesidades de salud, que los tecnócratas determinen su falta de movilidad. Una vez moldeado en la mentalidad de consumidor-usuario, ya no puede ver la perversión de los medios en fines, inherente a la estructura misma de la producción industrial de lo necesario y de lo suntuario. Condicionado para creer que la escuela puede ofrecerle una existencia de conocimientos, llega a creer igualmente que los transportes pueden ahorrarle tiempo, o que en sus aplicaciones militares, la física atómica le puede proteger.
En realidad, la industrialización de las necesidades “reduce toda satisfacción a un acto de verificación operacional”, por eso la tecnología está tan entrampada en sus propias premisas tautológicas. Así:
El servicio-educación y la institución-escuela se justifican mutuamente. La colectividad sólo tiene una forma de salir del círculo vicioso, y es tomando conciencia de que la institución ha llegado a fijar ella misma los fines: la institución presenta valores abstractos, luego los materializa encadenando a las personas a mecanismos implacables. ¿Cómo romper ese círculo? Es necesario hacerse la pregunta: ¿quién me encadena, quién me habitúa con sus drogas? Hacerse la pregunta es ya responderla. Es liberarse de la opresión del sinsentido y la falta, reconociendo cada uno su capacidad de aprender, de moverse, de descuidarse, de hacerse entender y de comprender. Esta liberación es obligadamente instantánea, puesto que no hay término medio entre la inconciencia y el despertar. La falta [la carencia], que la sociedad industrial mantiene con esmero, no sobrevive al descubrimiento que muestra que las personas y las comunidades pueden, ellas mismas, satisfacer sus propias necesidades.
Fotos: robbbeck.wordpress.com |
Volver a dialogar con Ivan Illich ahora le brinda sustento y precedente a los pueblos originarios, a las comunidades campesinas y barriales urbanas que exigen autogobierno, autonomía y soberanía alimentaria, a los movimientos de entendimiento y resistencia que defienden sus lenguas nativas, sus fuentes de agua, los cultivos propios, la libertad de posesión, custodia e intercambio de las semillas nativas, sus saberes de siempre. A quienes defienden sus territorios y su biodiversidad de la tremenda invasión de todo tipo de extractivismos y devastaciones. A todos los que defienden el lugar en donde viven, y tal vez nacieron, y que rechazan megaproyectos, tratados de libre comercio, leyes de privatización y certificación, decretos que rompen la comunalidad de sus entornos. A quienes exigen que no se criminalice la resistencia.
Cada una de estas luchas obtiene de la lectura de Illich un espejo diferente a los usuales, un reloj que marca muchos tiempos diversos y hasta dispares. Un acicate para buscar ámbitos de reflexión común y entendimiento mutuo, donde ejerzamos relaciones directas que cortocircuiten las mediaciones, restablezcan lazos dignos, significativos, y promuevan la creatividad social: esa autogestión radical de larga tradición libertaria.
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