Hugo Gutiérrez Vega
Una jornada usigliana
Rodolfo Usigli |
Llegué puntual a la cita con Rodolfo Usigli en el restaurante Simpson’s en el Strand londinense. Esperé en la mesa reservada desde hacía una semana (en Londres hay que hacer las cosas con anticipación y con la seriedad exigida por la cultura del gentleman), y a los pocos minutos llegó Rodolfo. Recuerdo su impecable borsalino, su chaleco gris y su traje gris Oxford, la boquilla de marfil que sostenía sus cigarrillos (incontables) ingleses, sus anteojos redondos, su barbita puntiaguda impecablemente cuidada y su bastón de puño de marfil. Nos dimos un abrazo y, cuando se acercó el camarero, Rodolfo hizo un ademán para evitar el discurso celebratorio de las cualidades de las viandas que ofrecía el viejo y ameritado restaurante, y ordenó en su inglés tan perfecto como el del personaje de Bernard Shaw que no era inglés de nacimiento y que, por lo tanto, no tenía acento regional alguno, lo que desde su llegada a Londres tenía deseado: sopa de cola de buey y pierna de cordero con papas asadas y mermelada de menta. Me hizo una señal con los ojos y yo acepté su propuesta y me le uní sin reticencia alguna, pues las dos viandas eran de lo mejor que ofrece la injustamente denostada comida insular (Socorro y Fernando del Paso estarán de acuerdo conmigo). Comimos abundantemente y terminamos el festín pidiendo la rueda de queso Stilton y un vaso de oporto (um cálice de porto en buen portugués de los tiempos de Castello Branco).
Caminamos por el Strand y llegamos al hotel de Rodolfo, a la sazón embajador en Noruega. Cuentan que, después de una larga temporada en el Líbano, marcada por su amistad con Shehade (el autor de la excelente pieza dramática titulada La historia de Vasco), nuestro gran dramaturgo habló con don Manuel Tello, ilustre secretario de Relaciones, para pedirle un cambio de aires. Basó su petición en el hecho de que ya estaba cansado de los calurosos veranos libaneses. Don Manuel, ni tardo ni perezoso, lo mandó a las nieves noruegas. Rodolfo, al pensar que iba a la tierra de Ibsen, aceptó el cambio. Pasó siete años en Noruega, asistió a siete festivales dedicados a Ibsen en el teatro nacional y vio, según me dijo, más de diez veces la obra que más le impresionaba del gran noruego: Cuando despertemos los muertos. Al final estaba ya cansado de las nieves nórdicas. Recuerdo a Vicente Sánchez Gavito, el inolvidable defensor de Cuba en la OEA y a este bazarista que era su consejero cultural en Londres, de camino a Islandia una feroz nevada nos obligó a pasar unos días en Oslo. Rodolfo nos recibió con júbilo y, cuando nos despidió en el aeropuerto, nos dijo con resignación ibseniana: “Aquí me dejan, en mi osledad.”
Regreso a mis corderos, como dice el Juez al astuto Teobaldo Corderillo en la farsa de Micer Patelín, ejemplo señero de la comedia medieval de Francia. Llegamos al hotel situado muy cerca de Hyde Park y nos instalamos en el salón fumador. Rodolfo pidió el primer escocés y yo, con mal disimulada vergüenza, pedí mi acostumbrada taza de infusión de manzanilla. Pasamos tres horas formidables hablando del teatro mexicano. Le dije de memoria fragmentos del genial prólogo de El gesticulador y él me leyó el último acto (acababa de terminarlo) de Corona de luz. Shaw, Pirandello, Ibsen, Strindberg (en particular su obra maestra, La señorita Julia), Chéjov y Valle Inclán ocuparon gran parte del pedazo de noche que nos robamos. Ya amanecía cuando me despidió en la puerta del hotel. Caminé unas cuadras pensando en la vida, la “osledad”, la obra, la pena y la alegría de nuestro mayor dramaturgo moderno. Ahora, muchos años más tarde, quiero proponer a mis lectores que regresen a la lectura del prólogo de El gesticulador. En ese texto Usigli capturó la realidad de este país nuestro que parece destinado a vivir bajo la sonrisa torcida de los gesticuladores.
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