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Vivir en un Estado policíaco
Lejos de los promocionales que duchos productores de las televisoras realizan para el gobierno del tartufo, la realidad muerde a la gente todos los días. La vida en México se ha convertido en algo siniestro. Veracruz, Tamaulipas, Guerrero, Nuevo León, Michoacán. La violencia es dueña de parques y esquinas, barrios y serranías, plazas, templos de culto. La Ciudad de México, que fuera durante décadas sinónimo de inseguridad, es hoy mucho más segura que los que antes fueron rinconcitos bucólicos, la plácida provincia convertida a la vuelta de unos años en trinchera y narcopaís, derecho de piso para vivir, extorsiones, secuestros, asesinatos, mutilaciones, violaciones y desapariciones por decenas de miles. Miles de seres humanos asesinados, torturados, desaparecidos, vejados, robados, heridos, amenazados, aterrorizados. Cientos de miles –algún prurito estúpido me impide escribir “decenas de millones”– de ciudadanos vivimos con miedo y enojo el deterioro de la convivencia nacional, la putrefacción de las instituciones que empleamos –nosotros las pagamos con los que nos esquilma el Estado (y digo “esquilma” con cabalidad, porque no hay, en cualquiera de las estratagemas de la maquinaria trasquiladora que dirigen el Sistema de Administración Tributaria y los cuervos de la hacienda pública, un mínimo de reciprocidad que haga consecuente el cobro de impuestos con el nivel de vida que tenemos que soportar la mayoría de los mexicanos: las calles suelen estar hechas una desgracia, las autopistas nos las cobran aparte y también están hechas una desgracia; los servicios hospitalarios del Estado en cualquiera de sus niveles suele ser prueba de resistencia a la indiferencia, a la burocracia, al desprecio; el transporte público es, para decirlo amablemente, una mierda; la seguridad pública es una entelequia sobradamente conocida; la burocracia en general devora todo; y no hablemos de la educación pública, en garras de una recua de analfabetas funcionales y vividores de profesión, regenteados por una tipa mafiosa y oscura… en fin, pagamos ríos de dinero por abusos, robos, burlas, desprecios, indiferencia o represión)–, instituciones, decía, que solventamos para que nos protejan, y no para que se conviertan, como son en realidad, además de una onerosa carga financiera, en flagelo. La ética es hálito ausente.
Viajar por México es volver a los más oscuros años de América Latina; es tener que soportar la altanería de soldados y policías indebidamente empoderados: retenes, controles policiales y militares que entorpecen el tránsito con el pretexto del combate a la delincuencia, aunque todos sabemos que muchos de esos uniformados forman parte, precisamente, de lo que dicen combatir. La arbitrariedad y la prepotencia institucionalizadas a partir de la cobardía y el egotismo de un hombrecillo que vive rodeado de cientos de guaruras y que en unos meses muy probablemente, como las ratas que abandonan el naufragio, se va a largar dejándonos herencias lamentables y dificilísimas de extirpar de violencia y odio. Es fácil excusarse diciendo que el odio lo promueven los criminales, pero entonces, ¿por qué nos detienen militares vestidos de policías que ocultan el rostro y tratan como delincuentes potenciales a los ciudadanos que pagamos con tanto sacrificio sus salarios?; ¿por qué nos apuntan desde sus barricadas de arena con armas de alto poder?, ¿a qué vino esta moda insalubre de convertir a los policías y soldados mexicanos en anónimos sicarios con placa?, ¿por qué entra al supermercado un pelotón de soldados embozados y con armas en ristre?, ¿por qué se pone en control de la población a una horda de pelafustanes sin escrúpulos pero con uniforme y fusil gordo de balas?
Haga la prueba cuando lleve veinte minutos atorado en un retén en la carretera: reclame. Hágalo con comedimiento, pero deje en claro su molestia, el atropello constitucional que supone la operación del retén que hurta su derecho al libre tránsito en el diario camino a casa. Entonces un uniformado, en venganza porque se atreve usted a levantar la voz, lo señalará para que unos metros más adelante sus compañeros lo detengan, lo revisen, lo cacheen… Y no porque sea usted uno de los delincuentes que la corrupción de los mismos que hoy dicen combatir el crimen con tan paradójicamente equivocados métodos cobijó por demasiados años, sino por manifestar su inconformidad.
Porque lo que vivimos hoy, al margen de anuncitos y machacones discursos, no es un país: es un Estado policíaco. Pinche tartufo.
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