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Verónica Murguía
Furta sacra
Imagine el lector un camino real en la Edad Media. En realidad es un camino romano, pero dado en la torre por la falta de mantenimiento y el ímpetu del bosque, en esos siglos, imparable. Es de noche, negra como la tinta, y sopla el viento, un viento cinematográfico y helado, de ésos que hacen que las túnicas se alcen y se sacudan y hagan ruidos como de bandera. Un grupo de monjes a caballo transita por el camino, tan silenciosamente como se los permite el cloc cloc de los cascos de los caballos.
Los monjes traen las capuchas echadas sobre las cabezas y van armados. La mayoría con garrotes y mazos, por aquello de que los hombres de Dios no deben derramar la sangre de su prójimo, pero algunos llevan espada o puñal. A ésos ya la experiencia les enseñó que los garrotes pueden sacar sangre y cuando se esgrimen con pasión, pues matan horrendamente. Pero no les importa. Como suele pasar en este tipo de asunto, están convencidos de que Dios se hará de la vista gorda el día que les toque comparecer en Su presencia; la misión en la que están empeñados es de una importancia tal, que sabrá perdonar lo que hagan. Tienen permiso para matar, como James Bond, y como Bond, no responden más que a un superior que casi siempre oculta su identidad.
Relicario de San Antonio |
A lo lejos se distingue apenas y entre sombras una iglesia. Los monjes aprietan los talones contra los flancos de los caballos y se apresuran. Cerca ya, desmontan, se arremangan los faldones de los hábitos y se los sujetan alrededor de la cintura. Entran en la iglesia y despachan de un estacazo –o de una puñalada, dependiendo de cómo se defiendan los invadidos– a quien les oponga resistencia. Entonces, en medio del desorden (el altar derribado, los candelabros en el suelo, algún cadáver quizás) los monjes buscan el tesoro que los llevó a ese lugar. Puede ser un diente, un dedo, una cabeza, un cuerpo entero o una astilla de madera; engarzados en oro, en plata o envueltos en paño precioso. En las iglesias más pobres bastaba con un pedazo de lino, limpio y tejido amorosamente. Lo encuentran, lo tocan reverentemente, se arrodillan y entonan un Deo Gratias fervoroso. Felices, salen como rayos, montan y desaparecen, dejando tras ellos la iglesia sin reliquia y con algunos mártires fresquecitos (los pobres que murieron defendiendo su pedazo de santo).
Esto se llamaba la Furta sacra o robo santo. Se hacía muchísimo: en esos siglos devotos y salvajes, no había forma más segura de atraer a los turistas que tener un relicario en la iglesia. Esa es la historia de san Marcos, robado por los venecianos a los alejandrinos; llevado en un barco dentro de un tonel lleno de carne de cerdo curada en sal, para que los musulmanes que subieran a revisar el cargamento no esculcaran demasiado (el cerdo es animal impuro para los musulmanes) y que ahora descansa dentro de la Catedral de San Marcos. Lo cuenta la leyenda dorada del dominico Santiago de la Vorágine: los alejandrinos fueron tras él, pero el santo funcionó como radar y piloto al mismo tiempo. La tradición afirma que hizo girar la nave y agujereó con la proa los costados de los barcos que intentaban regresarlo pues, por lo visto, no estaba a gusto. Mejor se quedó en Venecia, donde lo esperaban para convertirlo en el patrono de la ciudad. Allí, en San Marcos, una de las catedrales más llenas de despojos sagrados, también está San Nicolás, cuyos restos fueron tomados de Myra, hoy Turquía.
Los venecianos no eran díscolos, así que dejaron un brazo del santo en Bari, ciudad aliada. Y para que vea el lector que esas cosas no dejan de doler, en 1968 los italianos donaron un pedacito de hueso de san Nicolás a los coptos de Alejandría. Gato por liebre, pero más vale un hueso que nada.
Aunque no todos aman las reliquias. Siempre hay impíos, como William Buckland, profesor en Oxford. Este extravagante científico decimonónico era muy descreído. Además, había decidido probar todo lo comestible del reino animal, afición que lo llevó a arruinar la reputación de un santo. Cito esta preciosa anécdota recogida por Simon Winchester en su libro El mapa que cambió al mundo: “Una vez que le fue mostrada una mancha oscura sobre las baldosas de una catedral italiana y que el párroco insistiera en que la mancha era la sangre recién licuada de un santo muy conocido, se arrodilló, lamió el punto oscurecido, y anunció que, de hecho, el líquido era orina de murciélago.”
Era un genio.
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