Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora bifronte
Jair Cortés
El tren sobre el cementerio
Lina Kásdagly
Los desprendimientos de María Auxiliadora Álvarez
José María Espinasa
La escritura multicolor
Adriana Cortés Koloffon entrevista con Suzanne Dracius
Colibrí: del sol al corazón
Agustín Escobar Ledesma
Vicente Rojo: la vuelta
al mundo en 80 años
Francisco Serrano
El testamento de
Atahualpa Yupanqui
Rodolfo Alonso
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Mayra Aguirre Robayo
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected] |
|
Foto: José Antonio López/ archivo La Jornada |
Vicente Rojo:
la vuelta al mundo en 80 años
Francisco Serrano
No voy a hablar aquí de la pintura de Vicente Rojo. Otros antes que yo lo han hecho más extensamente y sin duda mejor. Sólo me interesa destacar lo que, creo, deja traslucir esta nueva ordenación de su obra que se presenta en la galería López Quiroga, y referirme a las implicaciones que percibo en el reacomodo y confrontación de sus rigurosas y sucesivas series deslumbrantes. Me concentraré pues en tratar de elucidar los elementos que construyen, por decirlo así, su gramática.
Los físicos modernos emplean la expresión “flecha del tiempo” para describir lo que llaman la propiedad unidireccional del tiempo, que va del pasado inmutable al incierto futuro, y que es irreversible. Viendo esta disposición de la obra de Rojo pienso en otra flecha, lanzada hace más de veinticinco siglos por un provocador dialéctico griego, el célebre y “cruel” Zenón de Elea. Todos quizá recordamos la historia de la carrera entre Aquiles pies-ligeros y la morosa tortuga, que el héroe no podrá nunca ganar porque no encuentran fin las subdivisiones de su recorrido.
Menos conocida pero igualmente inquietante es la paradoja de la flecha alada “que vibra y vuela, pero nunca vuela” (Valéry), porque en el lapso que separa dos momentos cualesquiera de su recorrido hay infinitas subdivisiones del tiempo. *
Con esta formulación el incómodo discípulo de Parménides quería mostrar que un objeto movedizo en realidad se halla en reposo y que el tiempo, el sucesivo tiempo inacabable, no existe. El movimiento y el transcurso son imposibles, porque el móvil (la flecha, Aquiles) debe atravesar el medio para llegar al fin, que es inalcanzable porque antes deberá recorrer la mitad de la distancia en la mitad de tiempo, y antes la mitad de la mitad de tiempo, y antes la mitad de la mitad de la distancia en la mitad de la mitad de tiempo, y antes la mitad de la mitad de la mitad, y antes..., y así en un encadenamiento interminable.
Vecindad, 1952 |
Lewis Carrol, autor de las predilecciones de Vicente Rojo, plantea que la paradoja del eléatico comporta una infinita serie de distancias, o de intervalos, que disminuyen. Yo quiero ver en la propuesta que Rojo hace en esta exposición conmemorativa (¡estamos festejando sus primeros ochenta años!) que, como en la formulación del propio Carroll, las distancias, por el contrario, crecen. Con esta vuelta sobre la obra creada a lo largo de su vida, con esta re-visión que nos propone, el artista equipara obras pertenecientes a dos o tres series distintas, fruto de períodos específicos y de preocupaciones diversas. La correspondencia o el contraste que surge de esta comparación ofrece una perspectiva inesperada o, mejor, sugiere una aproximación diferente que resulta en una riqueza de significaciones no por refinada menos sorprendente. No sólo podemos constatar la constancia de ciertas obsesiones sino que éstas se iluminan unas a otras con una luz inédita.
Varsovia, 1955 |
Con estas Estaciones Vicente Rojo no niega el tiempo, menos aún el espacio (en realidad hace algo más sutil: los escudriña y, al escudriñarlos, los transfigura); abre entre las distintas etapas de sus ocho paradas intersticios por los que se cuela una nueva dimensión, un correlato temporal distinto. Siguen siendo desde luego las mismas obras que él creó en su momento, pero la vecindad con otras, creadas en otra época, les da una profundidad diferente, las enriquece, las agranda.
Es muy perturbador asistir a esa metamorfosis. ¿Cómo es posible que la mera proximidad física haga que el sentido de esas obras, ya fijo, se transfigure?
París, 1955 |
La acción, el efecto estético que provocan varía en virtud de este enlace. Una y otra se potencian, se iluminan, se aclaran. Y es posible advertir que en función de tal nexo, imprevisto o deliberado, ciertos elementos particulares de una obra, ciertas partículas (ciertos signos), entran en relación con elementos precisos de otra u otras, distantes en el tiempo de su composición pero próximas por su propósito, que ha sido, como el mismo pintor dice, “cómo transitar con el mejor tino posible el trayecto que va de la intención a su término”.
El guerrero, 1958
Regreso I, 1964
|
El resultado es sorprendente. El diálogo que entablan las obras así desplegadas, entre ellas y con el espectador, iluminan el sentido de la búsqueda de esencialidad que Rojo ha perseguido a lo largo de su fructífera vida creadora. En este cortejo las obras previas modifican y ahondan la percepción de las posteriores. Vemos retrospectivamente los frutos de una estética fincada tanto en la imaginación como en la inteligencia y la sensibilidad.
El juego de semejanzas y divergencias, de afirmaciones y negaciones, de simetrías y contrastes que ha pautado, desde el principio, el trabajo de Vicente Rojo, se vuelve aquí el hilo conductor, la trama de la muestra. No puedo dejar de señalar, de paso, la pertinencia del título que su autor le ha dado. Según el diccionario estación viene de stare, “estar de pie, estar inmóvil” (como la flecha de Zenón). Es una palabra plural. Denota la idea de detención, el sitio en el que momentáneamente queda “estacionada” una cosa: expresa permanencia, lugar de estancia, residencia, morada, asiento. También temporada, época, tiempo. Se llama así a cada uno de los parajes en que se hace alto durante un viaje o paseo (de nuevo la falta de movimiento); a cada una de las partes en que se divide el año; a la constitución actual de alguna cosa. Hay estaciones de tren, estaciones del año, estaciones de combustible, estaciones litúrgicas. En astronomía se refiere al alto aparente de los planetas por el cambio de sus movimientos directos en retrógrados y viceversa. Estación asimismo significa “central”, en el sentido de “instalación desde la que se emiten y reciben señales” (y, en este caso, también negaciones, escrituras, lluvias, escenarios, códices...). El Diccionario de Autoridades consigna la expresión “tornar a andar las estaciones” (la emplea Cervantes en El Quijote, T. II, cap. 1), que significa volver al pasado “y a la vida y pasos en los que uno anduvo” –precisamente lo que Vicente Rojo ha hecho en su obra. Pero esta vuelta no implica un retorno nostálgico, puramente rememorativo. Cada una de las ocho estaciones arroja una luz nueva sobre sus preocupaciones, sus desvelos, sus logros. Son, a un tiempo, una acumulación y un recomienzo.
Icono XX, 1964
Escenario junto al mar 807, 1999
|
El ocho, por su parte, es una cifra peculiar. Ya el propio Rojo la había utilizado para agrupar su obra. En el libro Puntos suspensivos distribuyó en ocho apartados las diferentes etapas de su vida creadora. El número ocho denota cabalidad, plenitud, cumplimiento. (No sé si él lo sepa, pero en el sistema anglosajón de medidas hay 8 onzas en una taza, 8 pintas en un galón, 8 furlongs en una milla.) Es un símbolo del equilibrio entre dos fuerzas antagónicas y figura la verticalidad del infinito. Y mencionemos el óctuple sendero del budismo, que conduce a la iluminación.
La estación inaugural, denominada explícitamente Confrontación, parangona sus obras iniciales con las más recientes. Ya desde las primeras figuraciones de 1952 era posible intuir la persistencia de las formas geométricas –rectángulos y círculos en Vecindad, triángulos, cuadrados y trapecios en Estudio– que, aunadas a un límpido, energético uso del color y a sus incesantes combinaciones, gradaciones, acumulaciones y variaciones, constituirán con los años el motivo central del trabajo de Vicente Rojo. En esta primera estación encontramos un soldado con armadura, surgido de las cavilaciones del joven artista sobre la guerra y la paz. De la lanza, los escarpines y el crestón del almete, de los codales y rodilleras de este guerrero sólo perduraron igualmente las formas: agudos triángulos isósceles, círculos y elipses que replica un llamativo Espejo. “Lo que me interesaba, explica el propio Rojo, era la estructura de las figuras, la materia y el color.”
En los ejemplos incluidos de Alfabetos, la serie en que actualmente trabaja, Rojo desdobló en dos o tres el formato cuadrado con el que usualmente trabaja, como ya había hecho con sus Escrituras, para enfatizar, dice, el carácter anómalo dentro del conjunto de su obra. Sobre la superficie así generada se despliegan los signos de un alfabeto imaginario: aes cuneiformes, oes reconcentradas, es cuneiformes, comas inversas, paréntesis, puntos, tildes, enunciados puramente visuales, textos antiguos o velados escritos en el tiempo.
Circos: Siameses I (JEP), 2010 |
¿Qué dicen los cuadros de Vicente Rojo? Que el arte es ilusorio, que las obras son reales y que su significado, siendo secreto, nos concierne a cada uno.
En las hojas de sus cuadernos de viajes, realizadas entre 1954 y 1955 en distintos lugares: París, Varsovia, Palenque, Bruselas, Chartres, Nueva York, Estambul, Paquimé, Manzanillo, que hasta ahora no se habían exhibido y que constituyen la segunda estación de la muestra, podemos admirar apuntes hechos al calor del encuentro con formas, luces, tonos y volúmenes nuevos. El certero trazo de estos apuntes, la fluidez y minuciosidad de la línea, nos deja ver ya al riguroso creador de grafismos en que habría de convertirse Vicente Rojo.
Hay una estructura musical en la obra de Vicente Rojo, construida a base de una finísima gradación de timbres, acordes, ritmos, tonos, de sutiles repeticiones, de variaciones y fugas y recomienzos. Quizá en ninguna otra de sus pesquisas creadoras sea esto tan claro como en el conjunto que ha agrupado bajo el nombre de Grafismos. Hechas de la sosegada pero incisiva acumulación de puntos, líneas, formas y texturas, estas series denotan, en su conjunto, no sólo el estilo personal del artista, sino que dan luz sobre el sentido de su búsqueda. Señales, Negaciones, Escrituras: yuxtaposiciones de signos transcritos en el flujo del tiempo que, al modular un efecto de “sombra y duda”, velan y revelan los caminos de una vocación sostenida con rigor y constancia ejemplares.
Escenario solar 3, 1996 |
Las Lluvias y los Volcanes son obras en que la textura está íntimamente ligada a la forma, mucho más allá (¿más acá?) de la representación. Se trata en realidad de paisajes interiores, de la cristalización visual de sensaciones físicas. La lluvia es un pretexto para indagar en el poderío y la delicadeza de una fluida, oscilante y pertinaz sucesión de diagonales conformadas por triángulos diminutos; el cráter de los volcanes un impulso para explorar el dinamismo del círculo. Más que figuraciones de la naturaleza, son estados de ánimo.
En la quinta estación, Visiones, las sesenta y cuatro variaciones posadas sobre un gran cuadrado en el impresionante Gran escenario primitivo conviven con algunos Códices y con dos pares de crestadas esculturas solares y lunares. El poderío de esta estación sólo es comparable con la limpidez, la sobriedad y la elegancia de sus elementos.
La sexta estación, titulada Memoria, reúne obras hechas en Barcelona en 1964. Aparecen las primeras geometrías, algunos laberintos, iconos. Me atraen especialmente los cuadros hechos con pintura comprada en la tlapalería, porque el exiguo presupuesto familiar no alcanzaba para adquirir óleos, cuya gama cromática se reduce (¿se reduce?) a las combinaciones posibles entre dos o tres tonos, y que tan bien han resistido el paso del tiempo. Junto a ellos se exhiben ejemplos de sus cuadernos de notas. En esas hojas, como él mismo dice, Rojo se permitía todo: plasmaba lo primero que le pasaba por la cabeza, cualquier cosa que se le ocurría, sin cortapisas, sin la menor idea de adonde quería llegar. Fruto de esas incursiones son algunos motivos que iban a constituir el asunto de varias de sus series futuras.
En la séptima, Lecturas, muestra trabajos realizados a partir de su concepción de ciertos libros. De los presagios que ofuscaron el mundo indígena en Visión de los vencidos, de Miguel León Portilla, a las Señales en el maravilloso país de Alicia, de Lewis Carroll; de los rigurosos Acordes, de José-Miguel Ullán, a los Escenarios y Circos, de José Emilio Pacheco. Los textos imaginados han sido un estímulo para la creación de sutiles equilibrios formales. La última estación, Interiores, despliega los pormenores de un espacio entrañable, secreto: Recuerdos y el Paseo de San Juan, tema obsesivo, persistente, punzante. No podemos modificar el pasado, nos dicen estas obras. Podemos en cambio, iluminarlo con una luz distinta. Los recuerdos, ya sea que los queramos o no, suelen regresar, atenuados o vívidos. Lo que vemos del Paseo de San Juan es y no es lo que Vicente Rojo vio desde una ventana de su casa en su infancia. Rememorar es un ejercicio doloroso. Nos asomamos a esa ventana. Afuera hay un extraño país, hecho de angustia y desesperación y esperanza y memoria. Hay calles y casas, una columna como una cicatriz, un cielo surcado por concisos destellos, la aurora como un arcoíris. La densidad de la textura refleja el espesor del recuerdo, hecho a la vez de obscuridad y júbilo. Los colores reviven emociones antiguas. Volvemos a asomarnos: el estruendo y el dolor de la guerra se han fundido con la algarabía de la fiesta.
Foto: José Carlo González/ archivo La Jornada |
La muestra concluye con un falso autorretrato, como si, al final, Rojo nos dijera con una sonrisa carrolliana, no por cálida menos enigmática: “Esto que han visto aquí soy y no soy yo.”
En efecto, a lo largo del trayecto de estas Ocho estaciones aparecen y desaparecen, alternativamente, imágenes que figuran los cambiantes rasgos de un autorretrato en movimiento (aunque el movimiento no exista, aunque el tiempo sea una delusión): representación del artista y de su visión en diferentes momentos y lugares y en muy diversas épocas de su vida.
Vicente Rojo ha dicho que desea incorporar a sus cuadros la idea del viaje como tiempo circular. Pero no únicamente a sus cuadros: con esta exposición la ha incorporado, de una vez por todas, al formidable conjunto de su obra. Acostumbrado a dar vueltas y más vueltas en torno a ciertos temas, a los ochenta años le da la vuelta a su mundo creativo.
Regresa a los “pasos en que anduvo”. Y sin embargo, sin embargo... La representación del tiempo que surge recorriendo la muestra no es la del obsesivo tiempo circular de los mayas o Nietzsche, sino la de un tiempo ambiguo, sin fronteras ni bordes, como dicen los físicos que es el universo. Una imagen del tiempo unidireccional –la flecha–, más afín a las diagonales de las Lluvias cayendo sobre México, a la erguida columna del monumento a Verdaguer, a los renglones de los Alfabetos, que a la presencia del círculo en ciertos Escenarios o a los curvados Volcanes y Cráteres. El tiempo, el sucesivo tiempo acumulado, que marcha hacia adelante, pasa sobre nosotros, y no vuelve.
Esta exposición, cuya trama es el paso fugitivo del tiempo, constituye una de las más lúcidas e intensas “constancias de vida” de la plástica contemporánea: testimonia la pasión, el rigor y el empeño con que un artista mayor ha buscado, desde sus inicios, plasmar la imagen que persigue.
Ocho estaciones después, la flecha lanzada por Vicente Rojo sigue dando en el blanco.
* No podemos concebir esta vertiginosa proliferación de minúsculos abismos temporales. La aporía de Zenón declara que “la parte no es menos copiosa que el todo”, como precisa Borges: la cantidad de instantes que hay en la eternidad es la misma que hay en un año o en una millonésima de segundo.
|