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Ilustración de Juan Gabriel Puga |
El testamento de Atahualpa Yupanqui
Rodolfo Alonso
A veces me pareciera intuir que, como ya dijo Ortega para el hombre, también las cosas tienen su circunstancia. La capataza, ese libro de Atahualpa Yupanqui publicado en 1992, me llegó casi al mismo tiempo que la noticia de su muerte (ocurrida en Nimes, al sur de Francia, el 23 de mayo) y, sin embargo, entre el auténtico dolor por semejante pérdida y las habituales efusiones de rigor que prodigaron los medios –en este caso, harto merecidas–, me sorprendí con la alegría de reencontrarlo, vivo, en esas páginas. Que eran una cabal reafirmación de su lirismo pero que, editadas apenas un mes antes de su partida, se volvían sin duda un testamento.
Bajo la clara metáfora del título, esa “luna del cielo” a la que nombra, tan sugestivamente, “capataza/ de todo lo que amo y lo que dejo”, ese libro reúne textos y poemas de toda una vida tan íntimamente rica como generosamente prodigada. No por casualidad tuvo el orgullo y el honor, bien limpios, de lograr ser escuchado –aun fuera del país– sin desdeñar su hombría de bien, su dignidad de artista, creando con su sola presencia un aura de respeto leal y de calor humano, donde se recreó el antiguo diálogo del hombre con la voz y su música, con la verdad y su misterio.
Fue suyo y supo ser de todos, sin duda porque supo ser él mismo, con todo, íntegramente y, por serlo, puede ser tan nuestro. Separadas en aquel libro de su guitarra nítida, indeleble, de eso que constituye la canción lograda, sus palabras se revelan en su plena honestidad. Había en él también, y es comprensible, un don de lenguaje como había un don de oído, y esas páginas nos devuelven la nobleza pausada de su acento, el poderío de su lengua.
Nacido en la bonaerense Pergamino para 1908, a los siete años ya se afincó en Tucumán. De su padre ferroviario heredó la pasión de los viajes y, si anduvo todos los caminos, primero fueron los del norte y Argentina entera, luego la América limpiamente mestiza y, más tarde, Europa, Japón, el mundo.
Para mi infancia de porteño hijo de inmigrantes que buscaba (instintivamente) su identidad, y que desde muy temprano intentó conocer el país, el temprano contacto con su personalidad resultó fundamental. Junto con el tango en su era de esplendor, allá por los cuarenta, el arte de Atahualpa Yupanqui y de otros como él (¿quién puede olvidar a Manuel Castilla y Cuchi Leguizamón?) me impregnaron, desde niño, como el más puro y auténtico folclore de este suelo. Sólo ya de muchacho, buscando entender, descubrí que esa música honda y contenida, que esa palabra encendida no era la voz anónima del pueblo, sino que tenía autor, autores, creadores.
Pero más adelante comprendí, ya adulto, que esos autores eran en realidad, de modo inmanente, recreadores, retransmisores de una sabiduría también honda y encarnada, que si se nos hacía propia a los que queríamos llegar a ser argentinos no dejaba de tener ancestros, muchas veces insospechados. Que esos ancestros fueran los indios primigenios, los auténticos naturales de estas tierras, no era sorpresa alguna, pero sí que se entremezclaran allí coplas y tonos y hasta instrumentos de otros orígenes, que inclusive se habían llegado a imaginar conquistadores.
La voz y la guitarra de Atahualpa Yupanqui (nombre de alta raigambre incaica, con que se rebautizó el que se llamaba Héctor Roberto Chavero) se convirtieron, con indudable señorío, en la evidencia de una identidad personalísima y en el renacimiento de una resonancia antigua y general.
Hoy, y no sólo asolados por su ausencia, se nos hará más difícil alentar una esperanza tan reparadora. Las fuentes antaño espontáneamente fecundas de la creatividad popular, mucho me temo que hoy parecen definitivamente cegadas por los miasmas deletéreos de la sociedad de consumo masivo. Esa sociedad donde lo espectacular y lo estruendoso digitado por los medios conspira –cuando no la anula– contra la recogida comunión con un artista legítimo, que no apela sino a su voz y su guitarra, cantando casi como para sí mismo. Y, como puede comprobarse precisamente en las páginas de La capataza, fue el mismo don Ata quien lo percibió, ya el 30 de mayo de 1936: “Y en Buenos Aires el folclore seguirá siendo para algunos una misión, para otros algo que está de moda, y para la gran mayoría una industria.”
Como los desolados colegas que despidieron su ataúd en París el 28 de mayo de 1992, cuando lo devolvían a su tierra, a su Cerro Colorado, no podemos dejar de sentirlo presente. Él sabía, como tantas otras cosas, que los poetas: “Sienten cuando los ronda de cerca el gran silencio; cuando se les va acercando, cada día, cada semana, como una sombra amplia, amada, nunca desconocida, el silencio.” Y por eso podemos decir de él, contra el silencio, lo que él supo decir a la muerte de Félix Pérez Cardozo: “Difícil será oír en adelante un arpa como la suya.” Sólo que poniendo en sus manos, claro, para siempre, la guitarra de siempre.
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