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Hugo Gutiérrez Vega
El santo y el tabaco
El amanecer en Punta Mita fue muy tenue. Empezó la alborada con unas débiles luces rojizas, el cielo se puso blanco, un viento comedido levantó la niebla y, a lo lejos, se escuchó la sirena que anunciaba el fin del nublado y la inminente salida de un sol que era ya una uña recortada sobre los hombros del mar. Habíamos pasado la noche en el rudimentario camión de pasajeros (bancas en lugar de asientos, nada de ventanas. Todo abierto, todo propiciando el paso libre de los vientos) y habíamos comido carne seca de venado (de ahí el nombre de la punta: Mitl) con tortillas recién hechas y con una salsa vallartense de gajos de lima y chile guajillo. Con el alba se iniciaron los ruidos del trabajo en la ranchería de Punta Mita. Se trajinaba en la cocina del parador en donde habíamos pasado una noche llena de estrellas, presidida por una luna que nos sembró sueños inquietos mientras los pescadores preparaban sus barcos y sus arreos y se deseaban suerte. Miles de cajos (pequeñas y deliciosas jaibas) recorrían la carretera y algunos se aventuraban e invadían el piso del parador. Nos esperaba una jornada de diez horas para llegar a Compostela y otras diez para arribar a nuestro destino final: una Guadalajara de menos de medio millón de habitantes, hospitalaria y cuidadosa de un plano regulador que propiciaba un crecimiento armonioso e inteligente. Muy pronto ese plano se fue al olvido y la ciudad empezó a crecer a tontas y a locas para beneficio de los constructores y de sus cómplices, los políticos corruptos y corruptores. La encargada del parador nos sirvió huevos rancheros, longaniza, tortillas que se inflaban alegremente en el comal, frijoles de la olla y un café ligero y muy azucarado. Siguiendo la costumbre nayarita bebimos un vaso de leche acompañado de un trozo de dulce de calabaza. Nos subimos resignadamente al bamboleante camión y, asesinando a los temerarios cajos, la emprendimos hacia los campos donde se cultivaba el tabaco que compraban (y fijaban el precio caprichosamente) los monopolios de El Águila y de La Moderna. Recordé una anécdota vallartense: un rico y emprendedor forastero se dedicó a la compra y venta de tabaco allá por los principios de los cincuenta. Era muy amigo del párroco y, después de largas deliberaciones, acordaron entronizar a la Virgen de Guadalupe como patrona del pequeño puerto. Se fueron a México, compraron una reproducción de la imagen de la Virgen y, ayudados por un canónigo de la Catedral, consiguieron que el cardenal canadiense Guilleneve, que era el primer príncipe de la Iglesia que visitaba México después de las terribles guerras cristeras, aceptara bendecir la imagen. Cumplida la encomienda regresaron a Puerto Vallarta y prepararon las celebraciones de la entronización de la patrona del próspero pueblo ya colonizado por nayaritas y por campesinos del muy hermoso pueblo de San Sebastián del Oeste, de Mascota y Talpa. Para dejar memoria de su labor religiosa, ordenaron que los muros de la iglesia fueran entregados a un pintor tapatío para que hiciera la relación de los hechos. En los murales aparecía el rico empresario sosteniendo la imagen de la Virgen, a su lado el cura arrodillado recibía la bendición del cardenal quebecois. En otro, los héroes de la entronización regresaban al pueblo con su preciosa carga y, en el más modesto, los dos personajes bajaban del avión (un dc 3 de Mexicana que, junto con las audaces avionetas de Aereolíneas Fierro, cubrían la ruta costeña) con los alegres rostros del deber cumplido. Al poco tiempo los murales pasaron a formar parte del paisaje urbano. Me contaba un amigo (tal vez demasiado lenguaraz) que una tarde fue a rezar el rosario al templo un campesino tabacalero acompañado de su hijo. El niño, deslumbrado por la profusión de luces de neón, clavó la vista en los murales. Lleno de curiosidad le jaló la manga de la camisa a su padre y le preguntó: “¿Qué son esos?” El padre le contestó: “Son santos.” El niño se quedó pensativo y volvió a la carga: “Mire apá ahí está el santo que nos chingó el tabaco” y señaló con el dedo al rico empresario tabacalero.
Muchos años han pasado. Puerto Vallarta y la costa nayarita han crecido de manera espectacular. A la ciudad le hace falta un nuevo cronista, pues su más fiel relator, Carlos Munguía Fregoso, murió hace unos años. Tengo nostalgia del Hotel Paraíso (en uno de sus balcones aparece el cura ebrio, Richard Burton, en La noche de la iguana), de los cajos hervidos y de la fidedigna gastronomía vallartense. Me gusta que mi viejo lugar de vacaciones (35 pesos diarios cuarto y comidas en los cincuenta) progrese y tenga ya su campus universitario y reúna todos los años a los poetas de Letras en el mar. Bienvenido el progreso, pero debemos defendernos de sus excesos con una intensa vida cultural y artística.
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