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Telenovelas: cincuenta y cuatro años de pan con lo mismo
Es inconcebible que en un medio presuntamente dinámico como la televisión, la imaginación de los responsables de diseño y producción de contenidos no rebase los cartabones de la chabacanería y la puerilidad que los caracteriza, y conviertan la televisión en metonimia de estupidez. La programación, casi toda, de la oferta de Televisa y TV Azteca, duopólicas emisoras de televisión abierta, es conocida por su insipidez y sus aberrantes excesos de morbo, de marcada indecencia cultural y de hecho, porque suponen cabezas de playa, si tal cosa existiera, de un bien coordinado esfuerzo para debilitar la conciencia colectiva, dinamitar la cultura y el buen gusto que alguna vez pudimos presumir al menos en algunos sectores de la sociedad y, en fin, convertir al gran público en masiva entidad pasiva, receptora solamente de sus mensajes comerciales y propagandísticos con los que sostener ad nauseam un sistema político y social corrupto, apuntalado por la indolencia, la ignorancia, el fanatismo religioso y el miedo.
Cualquier rubro televisivo serviría de ejemplo coruscante de esa afirmación tan poco amable con los consorcios, pero pocos géneros deslumbran por su estupidez y su sevicia como las telenovelas. Lo interesante de la telenovela es que es uno de los géneros con los que se estrenó la televisión nacional (el otro fue el chaqueteo político, la adulación cortesana al presidente de la República, la lambisconería de la que las televisoras han hecho toda una cátedra, una actividad súper especializada aunque en ello se hayan llevado entre las pezuñas la capacidad crítica y de reivindicación social de millones de mexicanos) y a pesar de eso, de que lleva cincuenta y cuatro años al aire, más de medio siglo, no ha evolucionado un ápice.
Silvia Derbez |
Refractaria a la innovación (y a la inteligencia), la telenovela casi siempre cuenta la historia de una humilde muchachita –la mitad de la audiencia quizá se identifique inmediatamente con ella por su origen humilde, por su belleza latente de acuerdo con los más atorrantes cánones estéticos impulsados por las televisoras y la publicidad, la erotización del rubro comercial y sobre todo la cosificación de la mujer; y ya transformada (porque siempre sufren alguna transformación) será como todas quisieran ser –sobre todo porque precisamente el quid argumental de la historia invariablemente saca a la humilde muchachita de su congénita condición de jodida para casarse con un príncipe redentor de mejor condición social con el que, literalmente, mejorar la raza. En el fondo, diría la Negra, se trata de la narrativa pueril de un cambio de código postal.
La primera telenovela en México fue Senda prohibida. La estelarizó Silvia Derbez. Allí la muchachita jodida era una secretaria que al final no pudo conquistar al jefe y se quedó masticando la moraleja muy de la época de que una jodida no puede fácilmente convertirse en escaladora social, que, diría una cascorra pendeja que tuve la desgracia de conocer una vez, hasta en el cielo hay clases entre los ángeles… Senda prohibida fue dirigida por Rafael Banquells y producida en un esquema de comercial para Colgate-Palmolive por Jesús Gómez Obregón; salió al aire hacia mediados de 1958, un poco para probar la señal de Telesistema en Canal 4, precursores de lo que después se convertiría en Televisa. Fue también la primera aparición melodramática en pantalla chica del recientemente fallecido Julio Alemán.
Más de medio siglo después y salvo muy raras excepciones –algunas producciones de Argos, casa productora de Epigmenio Ibarra– las telenovelas están empantanadas en el mismo argumento con sutiles variaciones. Otra costumbre, menos socorrida, ha sido la de retratar a la juventud como “muchachada buena”, tal que aparecía en aquellas infumables películas de Angélica María y Enrique Guzmán o César Costa, grupitos de muchachos que cantaban y bailaban mientras las convulsiones sociales de la época eran estranguladas por el gobierno monolítico y su crueldad represiva. Secuelas televisivas de ello fueron lo mismo Cachún, Cachún que Rebelde, Muchachita o Quinceañera.
A diferencia del fenómeno que viven otros países como Colombia, donde el lenguaje de la telenovela sirve de reflejo crítico a algunas de las peores facetas de la sociedad, en México campea la estulticia de la princesa pobre que se redime socialmente. Curiosamente, no recuerdo que ninguna de las heroínas de las telenovelas (no podría verlas todas) presuma un final feliz donde el premio sea, digamos, un doctorado en Física…
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