Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora bifronte
Jair Cortés
El tren sobre el cementerio
Lina Kásdagly
Los desprendimientos de María Auxiliadora Álvarez
José María Espinasa
La escritura multicolor
Adriana Cortés Koloffon entrevista con Suzanne Dracius
Colibrí: del sol al corazón
Agustín Escobar Ledesma
Vicente Rojo: la vuelta
al mundo en 80 años
Francisco Serrano
El testamento de
Atahualpa Yupanqui
Rodolfo Alonso
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Mayra Aguirre Robayo
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Javier Sicilia
Nota a El fondo de la noche
Como poeta siempre he tenido la clara conciencia de que en el poema –ese sitio en el que el tiempo de Dios (el kairos) irrumpe en el tiempo de los hombres (el cronos)– el tiempo se vuelve simultáneo: el ayer y el mañana se convocan en el hoy de la escritura para crear una revelación. No sólo la del sentido oculto que guardan las cosas en Dios, sino también, la revelación de lo que sucederá mañana. De allí que el profeta, el poeta en la tradición hebrea, no sólo devolviera a la tribu –mediante el saber oscuro de la intuición que se dice en el extraño lenguaje de la poesía– los significados originales y extraviados, sino que a partir de esa restitución fundacional mostrara lo que vendría en el tiempo y era ya un hecho en el presente del poema: un acontecimiento dichoso enredado en el mal de la historia; la verdad del sentido en la malversación de los significados; la luz que la tiniebla oculta y puede volver a ocultar en medio del horror si no se atiende a esa luz. El mundo, para el profeta, estaba así preñado de presagios, “gime –es la imagen que usa san Pablo– con dolores de parto”. El dolor somático de la historia que extravió los significados aguarda un acontecimiento a la vez terrible y dichoso que aparece ya en el presente del poema. Catástrofes y bienaventuranzas recorren así los dichos oscuros en su luminosidad de los profetas –de los poetas. En medio de las frases más lapidarias y terribles de Isaías, por ejemplo, aparece la imagen del “siervo sufriente” como la palabra de luz que adquirirá su rostro en la carnalidad de la historia en Jesús de Nazareth, y qué decir de los Salmos o de ese extraño e inextricable poema atribuido a san Juan el Evangelista, Apocalipsis.
A pesar, sin embargo, de que esta conciencia del sentido de la poesía se fue diluyendo en el tiempo, el poeta no ha dejado de ejercer esa misma función. Así, por ejemplo, en “La suave patria”, de Ramón López Velarde, entre la radiografía de un México que sucumbe a los avatares de la historia, aparece un verso que, en su brevedad, revela el doble rostro del futuro histórico de nuestro país: “El niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros de petróleo el diablo”, y en “Piedra negra sobre piedra blanca”, de César Vallejo, que muere un jueves –evocación, en su condición de católico, del día del dolor de la aprehensión de Cristo– y bajo una lluvia torrencial en París: “Me moriré en París con aguacero,/un día del cual tengo ya el recuerdo./Me moriré en París/ –y no me corro–/tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.”
Esta experiencia no quiere decir que el poeta la disfrute o la quiera. Simplemente se le impone mediante el saber oscuro de la intuición, y la padece.
Lo mismo puede decirse de un género tardío como el de la novela. La poesía, en el sentido en que uso el término, el de una creación que revela, no es sólo propiedad del poema –el más sagrado de los lenguajes–, sino de cualquier escritura que revela el misterio de las cosas en el tiempo de Dios.
La poesía tiene en este sentido algo profundamente sagrado y aterrador, al que no debe accederse sin cierta altura espiritual.
En mi caso, lo que desde niño padecí en la visión –el misterio del mal y de la luz de la encarnación y de la resurrección– y he tratado de dar forma en la escritura, se ha encarnado de forma espantosa en mi presente: la visión se ha hecho forma en mi carne. Cuando miro mi obra desde este presente, cuando desde allí veo la visión que me ha acompañado desde la infancia, el terror me invade.
El fondo de la noche (Mondadori, 2012), cuya penúltima versión dejé lista antes de mi viaje a Filipinas –en donde el mal padecido en la visión me llegaría como “los golpes de bárbaros Atilas”, como “los heraldos negros que nos manda la muerte”– está en esa línea del horror y de la sacralidad, de ese saber oscuro donde los acontecimientos terribles y dichosos del ayer y del mañana se entremezclan en el presente del texto para revelarnos el peso profundo, no visible, de nuestra realidad. En este sentido, y aunque la novela se sitúa en Auschwitz y narra acontecimientos que sucedieron allí, en ella convergen el duro presente de mi vida, el mal que padece mi país y el sentido de la gracia que se mezcla con ellos. Leer el pasado en el presente simultáneo de esta novela, es mirar el futuro de lo que hoy vivimos en México y del inmenso, inabarcable y pobre sentido de la luz de la gracia en medio del mal, del dolor y de la oscuridad de la historia.
|