Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 5 de febrero de 2012 Num: 883

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

El último mar
Nikos Karidis

Agustín Palacios, terapeuta
José Cueli

La censura en el
Río de la Plata

Alejandro Michelena

La cándida sonrisa
de José Bianco

Raúl Olvera Mijares

Mi mamá es un zombi
Germán Chávez

Italia y la caída de Berlusconi
Fabrizio Lorusso

Los cien años de
Josefina Vicens

Gerardo Bustamante Bermúdez

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Verónica Murguía

Cada quien su magdalena

¿Cuál es el primer sabor que recuerdo? Leche con chocolate. Milo, para ser precisos. Servido en un vaso entrenador, de plástico rojo con un popote fijo y corto, para que la leche no se derramara. Recuerdo perfectamente la leche tibia, el ronroneo del líquido en el popote, el vago sabor a cacao. El Milo, supe después, no sabe a chocolate, sabe a malta. A leche en polvo, vainilla, cacao. A Milo, pues.

Aun a esa edad, antes de ir al kínder, había cosas que rechazaba. El huevo tibio, que me obligaban a tragar apretándome la nariz para que abriera la boca. ¿Cómo es posible que no me gustara? Ahora me parece uno de los alimentos más sublimes, no sólo por los poderes nemotécnicos, que obviamente tiene, sino porque sabe a gloria. Aunque para liberar los poderes proustianos del huevo tibio –o estrellado sobre una tortilla frita–, hay que comprar huevo de granja, porque el industrial sabe a pescado y a surimi, ese cangrejo fingido pintado de rosa que se hace con mariscos misteriosos.

Detestaba muchas cosas, pero mis padres nos quitaban la manía a fuerza de mantenernos en la mesa hasta que dejábamos el plato limpio.

–Cómete la fabada.

–Es que no me gusta.

–¿Por qué?

Esa era mi mamá, a mi papá no le interesaba el porqué y tenía razón.

–Porque no me gustan estos frijolotes.

–Pues te los comes. Se llaman alubias, no te hagas la chistosa.

Y se quedaban leyendo el periódico, fumando y platicando como si yo no estuviera allí. Debajo, literalmente, de sus narices, mientras la fabada se coagulaba, el bolillo se enfriaba, otros niños salían a jugar. Mis hermanos prendían la tele y yo alcanzaba a escuchar a Pedro Picapiedra gritando ¡yaba daba du!, pero tenía que seguir en la silla y comer.

–Tengo que ir a hacer la tarea.

–Qué bárbara, qué cumplida. Te terminas la fabada o haces la tarea mañana en el camión. De aquí no te paras hasta que acabes.

Se miraban y encendían otro cigarro. Yo fingía que lloraba y sí, medio lloraba de aburrimiento, porque la fabada me tenía harta. Mi madre se daba cuenta de que estaba a punto de rendirme. Se levantaba, ponía la fabada en un sartén, la calentaba y la volvía a servir. Yo hacía muecas, pero ya habían ganado. Comía, me daban un beso y, por fin, me iba.

A los niños que me rodeaban y a mí nos gustaba lo ácido, contrapunteado con montones de sal y chile en polvo; chamoys, jícamas y pepinos rojos de chile, fruta deshidratada, galletas saladas bañadas en salsa Tabasco; papas fritas desmenuzándose por la humedad de la salsa Búfalo y el jugo de limón. También, proverbialmente, codiciábamos lo dulce, de formas que ahora me resultarían intolerables: pirulís con grageas; galletas con malvavisco y coco rallado; pasteles cubiertos de merengue, rellenos de mermelada.

El hambre de la infancia: un leve calambre en la panza, una furia, el hambre del recreo de las diez y media. Las tortas de jamón y queso, reblandecidas y con la servilleta pegada; los sándwiches de mermelada de fresa con mantequilla; la manzana abollada, el plátano apachurrado.

En la secundaria, el hambre del recreo se afiló debido a la clase de cocina. Nos alternábamos con el grupo “A” para escribir las recetas. Unas estábamos en pupitres, mientras en el espacio contiguo, donde había tres hornos y tres estufas de seis quemadores, el grupo “a” preparaba lo que nosotros consignábamos por escrito. Escribíamos, por ejemplo, la receta para hacer budín azteca (tamales de rajas cortados por la mitad, salsa verde, una capa de pollo deshebrado, otra de queso Oaxaca, crema ácida arriba, se repite y al horno) mientras a unos metros lo cocinaban, ¡a la una de la tarde! ¡Sin haber comido!

Esa hambre, ese antojo, es un recuerdo físico de tan potente.

Proust, en el pasaje de la magdalena, nos ofrece la visión del recuerdo como una burbuja que se eleva desde el fondo de la memoria hasta la superficie, la conciencia. El olfato, las poderosas conexiones de este sentido con la memoria, el papel determinante de la nariz en la percepción de los sabores, hacen de la comida una fuente de diáfanos recuerdos y sensaciones. Hay épocas en la vida de cada quien en las que la memoria se manifiesta con más vigor y claridad que en otras; el pasado, transformado por nuestros anhelos y la imagen cambiante que tenemos de nosotros mismos, está más cerca.

Quién sabe por qué, para abrir la puerta de mi infancia, en estos días me basta con sopear un bolillo en una taza de chocolate.