Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora Bifronte
Jair Cortés
El último mar
Nikos Karidis
Agustín Palacios, terapeuta
José Cueli
La censura en el
Río de la Plata
Alejandro Michelena
La cándida sonrisa
de José Bianco
Raúl Olvera Mijares
Mi mamá es un zombi
Germán Chávez
Italia y la caída de Berlusconi
Fabrizio Lorusso
Los cien años de
Josefina Vicens
Gerardo Bustamante Bermúdez
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Rodolfo Alonso
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Rodolfo Alonso
Vigencia de Oliverio Girondo
La estruendosa banalidad dominante se hace la desentendida. Pero las pruebas felizmente irrefutables de su permanencia (como contraveneno y como antídoto, frente a cualquier solemnidad o grandilocuencia), se suceden sin cesar.
Yo disfruté de la inmensa fortuna de ser uno de aquellos jóvenes (todos sintomáticamente ligados con uno u otro de los movimientos de vanguardia: invencionismo y surrealismo, que conmocionaron la poesía argentina durante los años cincuenta), que supieron reconocerse en Oliverio Girondo, al reconocerlo. Como ellos, también me tocó ascender los escalones blanquísimos del hall de entrada a la casona de la calle Suipacha 1444, en Buenos Aires, a pasos de la avenida del Libertador por la empinada subida, para enfrentar el enorme espantapájaros que custodiaba el ingreso, de chistera y monóculo, con un cuervo posado en el hombro, como los que revoloteaban a su alrededor en la portada de la edición original de Espantapájaros, y que parece –por suerte– haber sido rescatado de herencias y acarreos en el Museo de la Ciudad.
Esa estrambótica figura, sin embargo un abierto paradigma, testimoniaba aquella célebre apuesta que, anticipándose de forma visionaria (pero en franco tren de broma, es claro) a los actualmente desbocados mecanismos publicitarios, paseada por la calle Florida en una carroza fúnebre rodeada por apuestas damiselas, le permitió agotar en tiempo récord la primera edición de ese libro. Propuesta que, implicando un sonoro cuestionamiento de ciertas idealizaciones entonces vigentes con respecto a la poesía, era en todo coherente con el tono mismo del libro.
|
Registro a la vez generalizador y personalísimo de esa peculiar presencia, en la literatura argentina, del poema en prosa (el mismo que Aloysius Bertrand llegó involuntariamente a inspirarle a Baudelaire para intentar transmitir la vida urbana moderna), ese volumen nos introduce quizá de sopetón, a mi modesto entender, en otras dos premoniciones no menos visionarias de nuestro Oliverio: el pre-sentimiento del absurdo que, trece años más tarde, en 1945, iba a comenzar su predominio sobre el escenario intelectual del mundo desde la Europa convulsionada por la catástrofe, y la cabal aparición entre nosotros del más legítimo “humor negro”, del cual el mejor surrealismo iba a hacer una de sus más nítidas banderas.
Me animaría a añadir, aunque no por supuesto en forma tan marcada y en clave muy especial y originalísima, cierta concomitancia que me parece intuir no sólo con el clima de lo que dio en llamarse el “grotesco” para nuestra dramaturgia, sino también algún contacto con aquellos marcados estereotipos sumamente significativos a los que supo recurrir instintivamente nuestro Roberto Arlt. Todo lo cual nos prueba apenas que Oliverio siguió siendo consecuente con ese meridiano concepto de sus Membretes, donde afirmó, lúcidamente, que “la nacionalidad es algo tan fatal como la conformación de nuestro esqueleto”. Y ya que estamos en tren de suposiciones, que por algún momento se yerga desde este castellano terrestre y rico, jocundamente vivo, un atisbo del Vallejo humanísimo (“El solo hecho de poseer un hígado y dos riñones ¿no justificaría que nos pasáramos los días aplaudiendo a la vida y a nosotros mismos?”), no puede sorprendernos. Siendo tan nuestro y tan de nuestra lengua, en nuestro propio modo, Oliverio Girondo no podía dejar de ser también, en alguna medida, a su manera, latinoamericano.
Evidencia de desacralización y desparpajo, pero también rotundo hecho de lenguaje, como vimos, Espantapájaros culmina haciendo literalmente público uno de los secretos mejor guardados por la especie: “el miasma de la certidumbre de la muerte”. A la que enfrenta, también con premonitoria clarividencia, aquella misma reacción con que los totalitarismos de su época estaban por coronar a la vez su culto de la muerte y su miedo a la muerte: “un aguacero de granadas que produjo la destrucción de la ciudad y la redujo a escombros y cenizas” (y esto en 1932, cuatro años antes de comenzar la Guerra civil española y siete antes de la segunda guerra mundial). Frente a la angustia de la nada o el absurdo de la realidad y del ser, con el mismo estómago poderoso que festejó sus comelitones de “La Púa” en la célebre carta-prólogo para la segunda edición argentina de sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Oliverio prefirió caer siempre de parte de la vida, pero sin negarse nunca a abrir los ojos.
|