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Javier Sicilia
La luz y la oscuridad del lenguaje
En el Arco y la lira –ese gran libro que habla del misterio de la poesía–, Octavio Paz escribió –cito de memoria–: “Cuando el lenguaje se corrompe, las sociedades se pierden y se prostituyen.” Algo semejante escribió otro gran poeta, William Carlos Williams, en una carta dirigida a Robert Creeley: “Si el lenguaje se distorsiona, el crimen prospera.”
Lo que vivimos hoy en México tiene que ver con esas verdades. Si nuestra clase política ha prostituido al país y nuestra sociedad ha permitido que el crimen prospere, es porque el lenguaje se ha corrompido y distorsionado. Hablamos, pero al hablar ya no sabemos lo que decimos. Nuestras palabras han adquirido, como dice Luis Xavier López Farjeat, “una esterilidad significativa” que usamos irresponsablemente de manera multifuncional. El rostro más significativo de esta realidad se encuentra en la guerra de Calderón. Independientemente del uso equívoco o más bien, a causa de la ignorancia, exacto de la palabra guerra –del germánico werra: desorden–, detrás de ella surgieron otras palabras: “víctimas”, “muertos”, “desaparecidos”. Durante cinco años escuchamos y utilizamos esas palabras y durante cinco años nunca entendimos que detrás de ellas había seres humanos, rostros, familias destrozadas, dolor. Las palabras dejaron de significar. Designaban realidades terribles pero ajenas al sentido. Fue sólo cuando, frente al asesinato de su hijo, un poeta pronunció desde su dolor una metáfora tan extraña como popular: “Estamos hasta la madre” –estar hasta la madre, contra la vulgaridad ideológica de ciertos feminismos, no significa humillar a la madre; significa en México, país, valga el neologismo, materidolátrico, haber sido tocado en lo más sagrado–, que los significados de aquellas palabras terribles no sólo recuperaron sus sentidos, sino que hicieron emerger la realidad. En ese momento, el horror no sólo se convirtió en rostro humano, sino que detrás de él, un conjunto de nuevas formas de nombrar, que emanaban del dolor de las víctimas y de los poetas vueltos a la plaza pública, comenzó a restablecer los significados perdidos.
Frente al lenguaje desgastado de la política, frente al lenguaje distorsionado de la vida social, un conjunto de formas de decir nuevas, nacidas del dolor más atroz, volvieron a restablecer los significados originales. Era y es, como señala el poeta Alberto Blanco, “la necesidad de la poesía de hallar nuevas formas de decir las mismas cosas de siempre” para evitar que se derrumbe “el edificio de la civilización [al que el lenguaje] ha dado lugar con sus palabras”.
Por desgracia, y a pesar de esta ardua tarea de la poesía, que por un momento nos hizo vislumbrar el horror y el dolor de nuestra realidad, y las alternativas para salir de ella y volver a nombrar la vida, el lenguaje vacío de las elecciones, que ocupa todo el decir de los medios, ha vuelto a envilecer los significados y a humillar el dolor.
Si la poesía –no me refiero sólo al poema, sino a cualquier forma del lenguaje que pueda revelarla– no se mantiene en el espacio público, no podrá mantener sanas, como quería Mallarmé, “las palabras de la tribu”. Sólo la poesía, como lo entendían los antiguos poetas chinos, es capaz “de rectificar el lenguaje” sin el cual las sociedades se pierden, se prostituyen y hacen prosperar el crimen.
La poesía, a diferencia de lo que suele pensarse, no es la hermosa expresión de alguien, sino la expresión, a través de la profundidad del lenguaje, de todos. Para que alguien pueda hacerlo “debe ir –dice Gary Snyder– más allá de su yo, de su personalidad”, hasta la fuente misma de los significados de la tribu, de ese yo plural llamado “nosotros”. “Aquí –decía roshi Dogen– [quizá en el monasterio del silencio donde el poeta y el espiritual se recogen] nos estudiamos a nosotros mismos para olvidarnos de nosotros mismos. Y cuando nos olvidamos de nosotros mismos entonces nos volvemos uno con todos los demás seres”, nos volvemos los canales a través de los cuales la tribu habla, se dice y recupera sus significados y su ser.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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