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Mariana Giménez, el dolor perpetuo de la guerra
Bajo la dirección de Mariana Giménez, La paz perpetua, de Juan Mayorga, es una indagación sobre los límites de la condición humana enmarcados en una ética donde se juegan las ambivalencias de lo innato y lo adquirido, la naturaleza del bien y el mal, sus confrontaciones con lo justo y lo bueno.
El texto homónimo de Kant se constituye como bandera de la romántica posibilidad de acuerdo entre los irreconciliables. Así fue en su momento la intención de Einstein en los albores de los años treinta, al pensar en la posibilidad de un mundo sin guerras. Le preguntó a Freud si esto era posible y éste contestó que era algo que no se podía “colegir”; había una tendencia que nos conducía a formas primordiales de disolución: inmovilidad y aniquilación. “Creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa”, decía.
Se ha querido ver la obra de Mayorga como una fábula sobre el terrorismo porque los estados emocionales de los personajes son límite, lo mismo las decisiones que exigen la práctica de la violencia institucionalizada. Además de que la representación de sus obras también ha estado vinculada a reflexiones europeas sobre genocidio, autoritarismo, exterminio en los campos de concentración y la violencia que procede tanto del Estado como del orden terrorista.
Obras que preceden a La paz perpetua indagan en ese mundo y tienen al pensamiento clásico como eje: de Montaigne a Kant, como Himmelweg, Últimas palabras de Copito de nieve y El jardín quemado, donde el propio autor reconoce que el sentido último está en la manera en que unos hombres ejercen la violencia contra otros, enmascarados y abandonando toda autenticidad para sobrevivir. Son vivencias que han descrito desde Semprún hasta Primo Levi en torno a sus experiencias en los campos de concentración. Sin embargo, a pesar de esta vorágine temática y de orden filosófico, Mariana Giménez logra una lectura donde la ambigüedad de la exposición y discusión temática no se dirigen al orden de la subjetividad, porque el texto se levanta sobre un planteamiento donde existe una especie de esclavo con características animales, ferozmente domesticadas.
La obra puede leerse como una expresión aleccionadora frente a todo lo que nos sucede como testigos, espectadores y víctimas de una violencia que se caracteriza por su impunidad, abuso, estupidez y prepotencia, y que coloca a los actores de la seguridad como unos objetos cuyo poder es susceptible de arrollar a los sujetos/objeto de su protección y defensa, como hemos visto sin tregua en el actuar de la Policía Federal, la Marina y el Ejército.
Esos perros que Mayorga ha colocado como depositarios de un lenguaje que difícilmente puede ser atribuido a un ser humano por el carácter tan instrumental del discurso, en latitudes como la europea, que durante las últimas décadas ha convivido con la amenaza (cumplida) del terrorismo, cobra un sentido distinto al de nuestra lectura, porque esos perros pueden representar también el mundo terrorista que apuesta más por una idea que a favor de una vida.
No deja de conmover el profesionalismo de unos actores que participan del rito iniciático de una actriz que se transforma en directora con un primer montaje sólido, emotivo y cuidado al detalle. Sobre el escenario sólo hay hombres, pero la diferencia del género no cuenta; el poder y sus efectos carecen de sexualidad, porque la diferencia de los sexos no puede más que la relación amo-esclavo.
La coherencia actoral del conjunto es asombrosa, la caracterización y la indagación emocional que cada actor emprendió para entender lo que de físico y literal forma parte de la espiritualidad de su personaje/cosa constituye un lección actoral invaluable: Enrique Arreola, Odín, rottweiler; Marco Antonio García, un pastor Alemán de nombre Emmanuel; Israel Islas, su poder físico está en su cruza, su impureza. Todos evaluados por un estupendo Diego Jáuregui, como Casius, un labrador experimentado y juicioso que es el vínculo con el mundo de la domesticación y el control.
Al final, el trabajo se empaña momentáneamente por un innecesario blablablá pedagógico y moralizante sobre la condición humana. Sin embargo, no oscurece el trabajo que, a lo largo de casi dos horas, mantiene al espectador exhausto y tirante en una butaca/perrera que se abre al final con un aplauso que finaliza la tensión. Esta obra forma parte de los montajes de la CNT y configura su repertorio.
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