Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 5 de febrero de 2012 Num: 883

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Jair Cortés

El último mar
Nikos Karidis

Agustín Palacios, terapeuta
José Cueli

La censura en el
Río de la Plata

Alejandro Michelena

La cándida sonrisa
de José Bianco

Raúl Olvera Mijares

Mi mamá es un zombi
Germán Chávez

Italia y la caída de Berlusconi
Fabrizio Lorusso

Los cien años de
Josefina Vicens

Gerardo Bustamante Bermúdez

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Rodolfo Alonso

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Barton Lidice Benes, Censored Book

La censura en el Río de la Plata

Alejandro Michelena

En el terror del poder absoluto frente a la potencia formidable de la transmisión de ideas, experiencias, o simplemente invenciones imaginativas, está el origen de toda censura. Tal ha sido el ingrediente fundamental en dictaduras de cualquier signo, e incluso ha operado durante gran parte del siglo XX en escenarios formalmente democráticos. Los pretextos se han reiterado una y otra vez: lograr un antídoto para las ideologías disolventes y subversivas, defender la moral y las buenas costumbres, velar por el modo de vida sano (que casualmente coincide siempre con el más convencional y aceptado). En fin: cortar de raíz el germen de las disidencias; establecer un dique ante las blasfemias contra Dios, o el Partido, o el Supremo, que los libros –esos objetos mágicos y anárquicos– suelen sugerir, insinuar o fomentar.

La peculiaridad de la censura en el Uruguay de los años setenta fue su falta de normas de cualquier tipo. No existieron parámetros –en lo político y lo moral– como sí los hubo en los casos argentino y brasileño. Es decir que, salvo en lo que tiene que ver con libros de agitación revolucionaria, los censores de turno debían en cada caso decidir por sí y ante sí.

Esto permitió que en los años más duros se encontraran en librerías materiales que una censura más o menos coherente no hubiera tolerado nunca. Por ejemplo: la monumental Estética, de Lukács –uno de los mayores críticos literarios de ideología marxista–, y algunos de los libros de Wilhelm Reich –psicoanalista considerado “subversivo” por el propio Partido Comunista Alemán por sus ideas revulsivas en materia de libertad sexual–, se exhibieron en vidrieras céntricas de Montevideo. Esta fue una ventaja que, por lo menos a un nivel elitista permitió –por inadvertencia de los cancerberos del régimen– que el país pudiera mantener cierto margen de alternativas intelectuales a la unanimidad ideológica que se estaba imponiendo desde la universidad, la secundaria y los medios de prensa.

Pero la falta de criterios también encerraba peligros bien concretos. Los editores tuvieron que afinar muy bien su trabajo. De hecho, la requisa de libros se hizo norma habitual; iban a las librerías o a la propia casa editorial, y se llevaban el título considerado cuestionable por el censor y de paso algunos otros (por las dudas). Los responsables de una revista cultural juvenil, bastante tiempo después de que sus números 1 y 2 circularan y se vendieran hasta en quioscos, fueron detenidos y conducidos al Departamento 2 de Inteligencia para que explicaran por qué publicaban “material subversivo y disolvente”...

Existía, sí, una nutrida lista de autores interdictos. Los libros de Francisco Espínola eran requisados sistemáticamente allí donde estuvieran, no por sus contenidos, sino por el detalle anecdótico de que el entrañable Paco –simpatizante del Partido Nacional o Blanco de toda la vida– acompañara al Frente Amplio y se afiliara al final de su vida al Partido Comunista. Juan Carlos Onetti siguió viviendo en Montevideo hasta pasada la mitad de los setenta, pese a la arbitraria detención sufrida cuando –como jurado del último concurso de Marcha– había premiado un cuestionado relato de Nelson Marra, “El Guardaespaldas” (por el cual el autor estuvo cuatro años preso); mucho antes de instalarse en España sus libros ya habían pasado a ser considerados “peligrosos” ideológicamente.

Hubo figuras intelectuales que –en algún tramo de aquel período– fueron obligadas a un forzado aislamiento; se les destituyó de todos sus cargos académicos y por un tiempo no pudieron publicar en ninguna parte. Fue el caso del profesor, crítico y narrador José Pedro Díaz, cuyos libros de años anteriores siguieron sin embargo vendiéndose normalmente.

Los libros de Mario Benedetti estaban prohibidos, y causaba escándalo hasta que se preguntara por alguno de ellos. Sin embargo, remanentes de sus ediciones se vendían –con cierta discreción– en más de una librería “de lance”.

No sólo el material bibliográfico estuvo en la mira. Con acertado criterio, los censores le prestaron mucha más atención al teatro, al cine y también a los temas musicales. En el ámbito de los “cómicos de la legua”, todo el esfuerzo y el gasto de una puesta estaban supeditados al arbitrio caprichoso de ciertos personajes policíacos encargados de fiscalizar en la materia. Sin embargo, los inquisidores no las tenían a veces todas consigo: en cierta ocasión impidieron el estreno de algún texto de Florencio Sánchez que se había estrenado hasta en fiestas parroquiales, mientras dejaban pasar El mono y su sombra –del joven autor Yahro Sosa–, pieza que adaptada y dirigida por Carlos Aguilera se constituyó en un acontecimiento escénico insólito a finales de los setenta por su metáfora evidente sobre la falta de libertad, la represión y la cárcel.

En materia cinematográfica, la anécdota más ilustrativa es la referida a la exhibición a fines de los setenta de Acorazado Potemkin, de Eisenstein. Con sensatez, la gente de Cinemateca Uruguaya consiguió –por medio de amigos cercanos al Archivo de la Imagen del Sodre, un organismo oficial– la copia que allí existía del filme. La exhibición se realizó con enorme suceso y la requisa llegó después de la segunda función. Las “fuerzas del orden” se llevaron un material que era propiedad del propio Estado.

El punto culminante del ridículo en materia de censura tuvo que ver con la música popular. En concreto: el caso de la prohibición durante años de tangos de Gardel como “Al pie de la Santa Cruz” y “Acquaforte”. Lo que este último plantea es la queja de un veterano calavera a punto de entrar a cuarteles de invierno, que reflexiona sobre la vida y aledaños desde la mesa del cabaret. Lo cuestionable para la censura estuvo en la mención del “viejo verde que emborracha a Lulú con su champán”, habiéndole negado el aumento al pobre obrero, “que le pidió un pedazo más de pan”.