Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
El último cierre III
Febronio Zatarain
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Desierto, diversidad
y poesía
Ricardo Yáñez entrevista
con Claudia Luna
El legado chino
Leandro Arellano
Nocturno de Mérida
con iluminaciones
de Rita Guerrero
Antonio Valle
El miedo como instrumento de presión
Xabier F. Coronado
El olor del miedo
Gerardo Cárdenas
Miedos vergonzosos
Jochy Herrera
Leer
Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Corporal
Manuel Stephens
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Verónica Murguía
La que me mira en el espejo
Esa que me mira casi siempre anda fachuda y sin maquillaje. Aunque nací en una familia llena de personas guapas y/o coquetas, me visto mal y me arreglo peor. Desde chica. Siempre anduve con el uniforme desbastillado, el pelo hecho nudos, las calcetas caídas –me decían “Benito Pardo”, por un jugador que las llevaba así– y el suéter mal abotonado. Me gradué en sexto de primaria ataviada con un siniestro vestido de terciopelo negro, idéntica a Merlina Addams y en abierto contraste con las otras niñas, que aprovecharon para usar vestidos de colores y soltarse el pelo.
Abandoné los zapatos Blasito de doble tira porque todo el mundo se pitorreaba, no porque quisiera usar zapatos más bonitos. Lo que a mí me importaba de un par de zapatos eran sus cualidades ortopédicas, no la belleza, a diferencia de la mayoría de mis amigas, quienes se ponían tacones a escondidas de sus mamás. Sigo igual. Mis tenis son el par de zapatos más caro y más usado del clóset.
En preparatoria procedí con mis tres trapos como la tía Petunia, la villana de Harry Potter, con la ropa del maltratado sobrino, pues acostumbraba teñir la ropa en un caldero gigante lleno de Citocol negro. A diferencia del pobre Harry, quien usaba la ropa pardusca porque eran repelitos del primo Dudley, yo la teñía por mi soberano gusto. Mi hermana, con quien comparto ADN y similitud casi absoluta de circunstancias, es todo lo contrario: una gota de agua, femenina y sobria a la vez, muy agradable a la vista.
Que conste que no me refiero al físico, a la fisonomía, a la complexión. Acerca de eso uno puede hacer bien poco, y los que se rebelan luego andan por el mundo como si se hubieran bajado de una nave espacial. Me refiero al arreglo: el peinado, la ropa, la postura. Eso, más o menos, depende de uno y, al menos en este país, hasta las mujeres con menos recursos le echan ganas.
Pocas cosas me alegran la vida como ver a las mujeres de todas las edades y clases sociales en la calle, en el pesero, el Metro, el coche, arreglándose como si en ello les fuera la vida. Hay accidentes, por supuesto: aquella que se maltrata el ojo por ir poniéndose el rimel camino al trabajo, o la que se quema la frente con la tenaza del pelo, pero la mayoría no se arredra por tan poca cosa. Cualquiera que se suba al Metro, a la hora que desee, verá mujeres que van en tacones, aferradas con uñas y dientes, pero impecables. A mí cinco centímetros de tacón me hacen sentir que soy una mujer china de pies de loto y camino como pollo espinado. Por eso admiro sin ironía ni reticencias a quien le echa ganas, y en esta ciudad es la mayoría: desde la vendedora que atiende el puesto de fruta en el mercado –maquillada y con uñas postizas– hasta las ejecutivas o las académicas.
Suelo compararme con cualquiera y fracasar. En la secundaria traté de enmendarme y no lo logré. Para la prepa ya era un caso perdido. Cada dos o tres meses hacía por mejorar mi atuendo y siempre fue imposible. A pesar de que me fascinan los detalles del corte, de que siento pasión por las telas y compro retazos por el solo placer de tocarlos, no sé cómo combinar. De niña me enseñaron reglas que no entendí: estampados de flores grandes nunca, pues te harán ver como si anduvieras envuelta con el papel tapiz; estampados mezclados, jamás; verde y azul, juntos se ven feos; anaranjado, sólo que te metieran en la cárcel en Estados Unidos, etcétera. Por eso tengo mi abrigo negro, mágico y misterioso, que oculta los errores y hace ver elegante a quien sea.
En el clóset hay mucha ropa, colgada con metódico desorden, lista para ser admirada y devuelta a su lugar. Luego resulta que se pasa el momento de usar la minifalda, el pantalón pegado o la chamarra de Mick Jagger y hay que regalar todo, porque hacer el ridículo escuece.
Ahora mismo estoy a punto de tomar una decisión sobre un montón de faldas. O las uso ahora o las regalo. Ocupan espacio y llevo más de un año sin ponérmelas. Debería usarlas, ser como cualquiera de las mujeres que pasan ante la ventana ahora mismo. Ayer me mostraron un libro de Clarice Lispector en el que pude leer sus opiniones acerca de esto. Ella sí se arreglaba. Usaba perfume, se pintaba las uñas, todo eso. Virginia Woolf era muy elegante. En cambio, los zapatones de Gabriela Mistral me parecen horrendos. Le daban un aire de monja extraviada. Apuesto a que eran comodísimos.
|