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Hugo Gutiérrez Vega
Una carta para Ingmar Bergman
Fue en una vieja sala de cine cercana a la Plaza de España cuando, en la Roma de principios de los sesenta, llegó a mí el cine de Ingmar Bergman. Había oído hablar del cineasta y teatrista sueco, pero nunca había tenido la oportunidad de acercarme a su obra. Durante diez días asistí al Salón Margarita (una especie de cine club abierto a todo el público) para llenarme el alma con diez películas de Bergman. Recuerdo El orzuelo del diablo, El manantial de la doncella, Sonrisas de una noche de verano; la trilogía formada por Luces de invierno, Como en un espejo (el título lo tomó Bergman de una carta de San Pablo a los corintios) y El silencio; Fresas silvestres (los italianos la tradujeron como El lugar de las fresas), El séptimo sello, El rostro, Mónica o el deseo y Una lección de amor. El séptimo sello me golpeó el alma y me puso a pensar sin freno ni cordura en varias noches insomnes. Cuando cerraba los ojos en busca del sueño, aparecía el jugador de ajedrez y yo rendía mis armas acostando al rey en el tablero. Sin embargo, sentía una mezcla de quiet desperation (Thoreau dixit) y de alegría al ver las figuras de la danza de la muerte cogidas de la mano, recortándose en la atardecida y caminando resignadamente en lo alto de la montaña. Fue entonces cuando me di cuenta de los extremos de verdad, vida, belleza, pensamiento y bondad, a los que puede llegar el arte cinematográfico. La película apocalíptica se quedó en mi alma y vive conmigo junto con El limpiabotas, Ladrones de bicicletas, Umberto D , Ciudadano Kane y Los olvidados. A esta mínima lista agrego dos películas de Bergman: Fresas silvestres y Fanny y Alexander. La primera me produjo una impresión tan fuerte que me vi gozosamente obligado a verla más de diez veces. Aprendí diálogos (subtítulos en italiano, por supuesto), descubrí nuevas perspectivas cada vez que la vi. Esperaba con ansia algunas secuencias, como la del sueño premonitorio, la visita a la madre, las conversaciones con los muchachos compañeros de viaje, el doctorado universitario, el cansancio del viejo maestro mezclado con una especie de entusiasmo, su angustia y la placidez (recuerden los lectores a Cicerón y su ensayo sobre la ancianidad. Usigli lo zahiere en un soneto burlón y exasperado) de los últimos años, ya dispuesto a aceptar sin melodramas las reglas del juego, ésas que hacen de la muerte una parte de la vida. Para los creyentes lo que sigue es la resurrección y el paraíso. Para los no creyentes se abre la nada. Para los que creen y a la vez dudan se inicia una lucha entre la angustia y la esperanza. Esta virtud recorre la película del maestro sueco. Por otra parte, su perplejidad (que es la de todos o casi todos) se manifiesta en el reloj sin manecillas del sueño del anciano, mientras que la angustia se presenta en el momento de la caída del ataúd en el que estamos tendidos nosotros mismos. Escribí un largo poema y lo titulé “El sueño que despierta.” Un amigo italiano iba a entrevistarse con Bergman en Estocolmo. Le pedí que le entregara el poema. Pasaron los años (seguía viendo religiosamente las películas del maestro) y no llegaba el esperado acuse de recibo. Ya había perdido la esperanza cuando mi amigo italiano me mandó a Londres una carta que había recibido hacía mucho tiempo. Me localizó a través de la embajada en Roma y me envío la misiva de Bergman. Despistado como soy no le había puesto dirección a la carta que acompañaba al poema. Bergman recibió mi mensaje y me contestó a la dirección de mi amigo romano. Su respuesta fue muy breve y emocionante: “Pedí que me tradujeran al sueco su poema. Lo leí con cuidado y lo agradecí con toda mi alma. Me encantó tener un espectador que viajara conmigo durante los 120 minutos de la película. Venga a Suecia y lo llevaré al lugar de las fresas.” Me di por satisfecho y me quedé callado. Fui a Estocolmo varias veces, pero no busqué al maestro. Una especie de admiración reverencial me lo impidió. Sigo soñando con secuencias de sus películas. Las veo como en un espejo que me devuelve mi imagen. Algún día el espejo se quedará vacío y lo único que sucederá será el retorno a la casa paterna.
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