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De piedras y palabras
Bien se sabe que las cosas no están en las palabras. Hay mucha ciencia del lenguaje que sustenta la distancia que los separa. No hay duda. Y sin embargo, la poesía –que se levanta en las palabras– parece no aceptarlo del todo. En la construcción del poema, cada palabra lleva el afán y la nostalgia del objeto –aliento puro o áspera materia– que llama, que convoca a la realidad inefable que el espíritu percibe. El lenguaje, las palabras, su combinación y resonancia, confluyen para tocar en el aire la textura del mundo, el sentido que sustenta. Decir así es entender y ver, tocar la distancia misma que une –no separa– las palabras con las cosas. Desde ese espacio escribe Borges: “Si (como el griego afirma en el Cratilo)/ El nombre es arquetipo de la cosa,/ En las letras de rosa está la rosa/ Y todo el Nilo en la palabra Nilo.” Esa mirada –y tal vez también oído–, del poeta que concibe estos versos con el matiz de un par de palabras en cursivas, hace que no sólo en el poema, si no estaban, las cosas ya sean sus palabras. El puente se tiende, el lenguaje es naturaleza, participación humana. Octavio Paz nos dice: “Es evidente que la fusión –o mejor: la reunión– de la palabra con la cosa, el nombre con lo nombrado, exige la previa reconciliación del hombre consigo mismo. Mientras no se opere este cambio, el poema seguirá siendo uno de los pocos recursos del hombre para ir, más allá de sí mismo, al encuentro de lo que es profunda y originalmente.” En el mundo occidental, el griego presume, no sin motivos, de su talento para ese contacto, para ese reconocimiento mutuo, acaso primigenio pero no por ello menos lúcido y vigente, entre palabra y mundo. La reflexión de Elytis desde su lengua es reveladora: “Quiero decir lo siguiente: las bocas que pudieron hablar así y no de otra manera, que articularon las palabras con una perfección fonológica capaz de seguir la literaria sin que le faltara nada de ella, ni la sobrepasara, ni la alterara, inconscientemente obedecían a la particular radiación que adquieren los fenómenos naturales en esta específica zona geográfica. Transportaron, y sílaba a sílaba les dieron cuerpo, los conceptos a símbolos, que tenían el mismo borde claro (la misma ausencia de inestabilidad, o confusión o penumbra) de las cosas que fueron generadoras de su nacimiento –una montaña en la claridad de la mañana, un sol en medio del mar, un guijarro en la transparencia del fondo.” De la distancia insalvable al roce fecundo entre palabra y naturaleza; del silencio de las cosas a las cosas mismas en su nombre, el poema se yergue y vincula. En uno de los esfuerzos más completos del lenguaje, la traducción de ése, cada poema, también.
Así, como en la rosa del poema de Borges, en las palabras que encuentra Elytis en el fondo del mar, ese mar siempre adolescente de Grecia (ahora tan lastimada por las obscenidades del dinero), el aliento del poema trama su identidad con el mundo que nombra; son la misma cosa: “Y encontrar hondo en tu abrazo/ Pedazos de piedra las palabras de los Dioses/ Pedazos de piedra los fragmentos de Heráclito.” (“Pequeña mar verde.”)
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