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El olor del miedo
Gerardo Cárdenas
En 2002, en el Instituto de Antropología de la Universidad de Viena, los científicos Kerstin Ackerl, Michaela Atzmueller, y Karl Grammer llevaron a cabo un experimento para determinar si el miedo deja un olor que pueda ser percibido por los seres humanos.
Lo primero que uno debe preguntarse es ¿qué tiene Viena que facilita este tipo de experimentos? ¿Será que entre tanto café y pastelería selecta, la combinación de cafeína y azúcar deja a los residentes, en especial a aquellos de extracción científica, tan intelectualmente excitados que necesitan experimentar cierto tipo de cosas?
El reporte completo del experimento vienés puede consultarse en el siguiente enlace: http://www.nel.edu/pdf_w/23_2/NEL230202R01_Grammer_rw.pdf. Advierto al lector que el informe es aburrido y que, como suele suceder en estos casos, las conclusiones distan mucho de ser contundentes.
Lo segundo que uno se debe preguntar, o al menos yo me lo pregunto, es si no bastaba con que supiéramos que aun si nosotros mismos no podemos oler nuestro propio miedo, algunos animales (perros, tigres, lobos, osos) sí pueden. Saber que olemos a miedo no nos protege, necesariamente, de ser devorados por un oso, si acaso llegamos a encontrarnos en esa tesitura.
Tengo la sospecha de que las doctoras Ackerl y Atzmueller sabían lo que estaban haciendo cuando convencieron al doctor Grammer de la necesidad del experimento, porque la conclusión fundamental del mismo es que las mujeres tienen una sensibilidad especial a la hormona emitida durante situaciones de miedo. Quizás ellas necesitaban una confirmación científica de lo que empíricamente conocían: la mayor sensibilidad de la mujer a ciertos estímulos externos, y la preocupante aridez sensorial del macho de la especie, incapaz de enterarse de que lleva las emociones a flor de piel, que se le notan en la cara, y que además va dejando su tufo al pasar, cual zorrillo marcando su territorio.
El modo en que nuestros tres científicos austríacos llegaron a la conclusión principal también es revelador: utilizaron métodos que nos recuerdan a la novela La naranja Mecánica, de Anthony Burgess. Las cuarenta y dos mujeres sometidas al experimento debían contemplar una película de terror por dos días consecutivos. Si tienen curiosidad por saber cuál, les diré que se trataba de Candyman, de Bernard Rose, basada en un cuento de Clive Barker.
Los vieneses no nos aclaran por qué esa cinta y no, digamos, El exorcista, El resplandor, El bebé de Rosemary o alguna de las más celebradas cintas de terror. Para el caso da lo mismo. Las cuarenta y dos participantes vieron la cinta llevando en sus axilas parches tratados con una sustancia que permitía recoger toda solución olorosa, y luego fueron sometidas a grupos de control de los que surgió que una mayoría escogía aquellos parches donde se había producido una emisión olorosa que traicionaba el miedo de su emisora.
En pocas palabras, las mujeres no sólo se sometían a dos días de cine de horror. También tendrían que oler sus propias emisiones, reconocer entre sus olores aquellos que evidenciaban su estado de ánimo. No puedo dejar de preguntarme si la chispa que encendió el miedo de las mujeres fue la metodología misma, las peculiaridades vienesas del experimento, el saberse observadas por científicos únicamente interesados en la calidad y contenidos de las gotas de su sudor, y no tanto la naturaleza de la película vista.
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