Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
El último cierre III
Febronio Zatarain
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Desierto, diversidad
y poesía
Ricardo Yáñez entrevista
con Claudia Luna
El legado chino
Leandro Arellano
Nocturno de Mérida
con iluminaciones
de Rita Guerrero
Antonio Valle
El miedo como instrumento de presión
Xabier F. Coronado
El olor del miedo
Gerardo Cárdenas
Miedos vergonzosos
Jochy Herrera
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Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
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Corporal
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Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
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Los lectores voraces
Uno quiere de pronto que ya no entren más palabras en el cuerpo. Quiere uno mejor dejar las que ya están adentro: diez, treinta, cien, algunas veces hasta quinientas. Las que sean. Y darles su tiempo para que crezcan dentro, echen sus raíces como los arbolitos, proliferen como los hierbajos en los lotes baldíos. Demasiadas palabras dentro sólo producen hacinamientos innecesarios, igual que en las grandes urbes: congestiones de tráfico, grandes esperas en las estaciones de tren, filas insufribles en los bancos, lo que ocasiona que el espacio de libertades se reduzca. Muchas palabras ni siquiera pueden andar por las calles tranquilamente, extraviarse por ahí en los alrededores, tirarse en las playas a tomar el sol sin que las pisen. Hay que quitarse esa idea de meterse todas las más palabras posibles dentro, y estarlo haciendo día y noche, sin descanso. Mejor dejarnos unas cuantas nomás, y cerrar la boca. De ser posible: para siempre. |