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Las curvas peligrosas de la adolescencia
Curva peligrosa, de Pilo Galindo (Cd. Juárez, 1957), bajo la dirección de Felipe Oliva, es una obra sobre la construcción de la identidad, los mundos múltiples de la primera vez y el albedrío; un repaso sobre un conjunto de clichés que intentan definir la adolescencia de manera acusatoria; un análisis de las formas de la amistad; una visión sobre las prácticas de una sexualidad que es juego y experimentación; todo organizado bajo las leyes del tiempo escénico en un conjunto complejo y problemático sobre la vida y la muerte.
Con tres personajes y una escenografía mínima, Felipe Oliva logra contar la historia de una relación de amigos, de un trío, Adrián (Marco Vidal), Corina (Amy Lira) y Carlos (Marco Polo Almaraz) que despierta a la sexualidad y la conformación de su identidad. A partir de un flashback, Adrián muestra cómo concluyó la historia de un trío de amigos que se vincularon para emprender un viaje a toda velocidad (“sin que nadie pueda detenernos”) hacia sí mismos, hacia la comprensión de los otros y de los sentimientos y emociones que configuran sus relaciones con el mundo escolar y familiar.
Dos cuerpos yacen sobre el piso del escenario/forense; del escenario/orilla de la carretera, y el recuerdo se escenifica: “sí señor, son ellos, son ellos… íbamos muy rápido y no vimos el letrero. Carlos dijo 'nadie se muere a los quince'… pero a los quince qué, a los quince kilómetros por hora, o qué güey”.
Es Adrián quien habla con los peritos, con el Ministerio Público, quien reconoce ante el forense los cuerpos amigos que en el cambio de luz se incorporan para ir atrás en el tiempo y poner en escena el conjunto de situaciones que los trenzaron: una cita en el baño de mujeres donde Adrián le propone a Corina que los instruya en el arte del beso, sí, a los dos, a cada uno, pues son amigos y el amor, piensan, no podría hacerles el pase de encantamiento con unos labios y una lengua que juegan a entrar y salir, a abarcar esa cavidad tan flexible y propicia para las actividades del polimorfismo erótico.
Y sí, pasa que Carina, juguetonamente, pudorosamente evasiva, con la evasividad de la primera vez, se conecta a los labios de Carlos de tal modo que los de Adrián, tan dispuestos a las lecciones de Corina, desaparecen de su mirador pedagógico. El beso que empieza como un tanteo, una aproximación que estira y afloja, que se retira para insistir de nuevo, termina por fundirse en una escena que inquieta al público adolescente que me tocó el fin de semana y que es confrontado con su deseo de mirar y el temor de hacerlo, de tolerar una escena que caldea el ambiente hacia la inquietud de sí, erotizada por esa imagen que nos recuerda y nos permite intuir y descubrir las humedades próximas.
Adrián se sabe excluido y se sitúa en un extremo que no lo vulnere y dice que los besos de Corina no le interesan (“guácala”) pues no le ha dicho que es gay. Le ruega, le ordena, le pide a Carina que no se lo diga a su mejor amigo Carlos. Teme su rechazo. En el corazón de una escena de celos “adolescente” (como casi todas las escenas de celos que no son celotipia), Carlos le externa a Corina el temor que le provoca la presencia de Adrián y ella le dice que Adrián es gay.
Dramaturgia de la problematización temática: Carlos repudia, odia, teme y finalmente se reconcilia bajo la égida de la amistad y la tolerancia. Un recurso de discutible buena conciencia cuando Adrián termina confesando que se asumió gay para quedar como un tercero “inofensivo” (tal vez la insinuación de la bifidez erótica adolescente hubiera enriquecido el debate personal en cada uno sobre la identidad personal/sexual).
Los abrazos entre ellos formaban parte del universo compartido, donde el pudor es epistemología sobre una mesa de operaciones simbólicas, donde se plantean preguntas nodales sobre una existencia que no se detendrá, embriagada por esa sensación de libertad que provoca el cuerpo por fin propio que despoja a nuestros padres de esa anatomía infantil sobre la que deberán detener su erotizante indagatoria y cuidado.
No es posible separar este montaje de su público que, por fortuna, a teatro lleno (con muchos padres que acompañan a sus púberes), los adolescentes se revuelven en sus butacas, inquietos, conviviendo con el deseo que les devuelve la escena como lo hace el espejo en el que suelen confrontarse a solas, inconformes y dudosos.
Teatro Coyoacán (Héroes del 47, número 122, Coyoacán), todos los sábados que le quedan al año, 13:00 horas.
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