Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Al pie de la letra
Ernesto de la Peña
Tres poemas
Titos Patrikios
Lavín Cerda, Dios
y la poesía
Alejandro Anaya
Para una apología
de José Revueltas
Sonia Peña
Imágenes en la
Puerta del cielo
Ricardo Yánez entrevista
con Raúl Bañuelos
Una literatura muy nueva
Vilma Fuentes
Rafael Bernal y El complot mongol entre el olvido y el reconocimiento
Xabier F. Coronado
La lengua ñañho
y la discriminación
Araceli Colín Cabrera
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Corporal
Manuel Stephens
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Ilustración de Huidobro |
Una literatura
muy nueva
Vilma Fuentes
A lo largo de los días nos invaden el ruido de la radio y las imágenes televisivas. Existe, sin embargo, una diferencia entre estos dos medios de comunicación: uno es aún más acaparador que el otro. Puedo oír la radio con la escasa atención que se presta a la charla de un vecino de café que habla en voz demasiado alta. Seguir a distancia las voces que brotan de la radio al mismo tiempo que me ocupo de otras cosas. Escribir incluso mientras el otro habla y no puede ofenderse de mi distraída atención, pues no me ve más de lo que yo lo veo. Tal es, quizás, el secreto de la radio: nos deja una parcela de libertad. En cambio, la imagen televisiva, si la miro, me impide ocuparme de otra cosa, me somete a su poder hipnótico, tan poco atractivo como sea el espectáculo propuesto.
Escuchaba esta mañana, con un oído desatento –debo confesarlo–, un programa donde, entre dos canciones a la moda, el locutor cambiaba de tema para dejar espacio a una entrevista orientada hacia el terreno cultural. El entrevistado era un escritor. La primera información era impresionante: los libros de este autor se venden, no por miles de ejemplares, sino por millones. Cualquiera que sea la idea sobre los libros y lo que ha convenido llamarse literatura, esta cifra de millones no es sólo impresionante: constituye una información colmada de sentido, al menos desde el punto de vista sociológico. Cuando millones de personas compran el mismo libro, el hecho debe necesariamente significar algo. Sería demasiado fácil, si no perezoso, contentarse con una reacción de desprecio ante tal fenómeno. No hay fenómeno insignificante.
Era el momento de abrir los oídos. El escritor tenía una voz agradable. Hablaba suavemente, con lentitud y un tono de modestia que no podía pertenecer sino a un hombre cuyo enorme éxito no se le había subido a la cabeza, provocándole el mareo que conduce al vértigo... y al delirio megalómano. Como dicen los franceses, no había agarrado la grosse tête. Al contrario, su voz daba una impresión simpática. Poco importa su nombre, vuelto célebre, si no en las revistas literarias donde afectan ningunearlo, al menos en las publicaciones people tan vendidas como sus libros. Saber cómo se llama no agregaría nada esencial al fenómeno que representa pues, de manera paradójica, encarna una especie de anonimato. Es el señor Todomundo. Sin duda, va aún más lejos, todavía no es el señor Todomundo; quiere serlo. Y, la verdad, parece dotado para lograrlo.
A una de sus lectoras, de ésas que hacen la cola durante horas en los salones del libro para obtener un autógrafo, la periodista pregunta su opinión, el motivo de su apasionado interés por las obras de este autor. La respuesta brota inmediata, categórica y franca: “No me gusta leer, nunca me ha gustado leer.” La reportera no se esperaba tal declaración. Trata de aclarar, confusa: “Sin embargo, usted lee los libros de este autor y, aparentemente, forma parte de sus admiradoras.” “¡Ah, claro! Lo adoro, pero no me gusta leer.”
La periodista no insistió. El desconcierto que la había sobrecogido ante la obstinación de la lectora en repetir su credo resumido en dos mandamientos tan imperiosos y breves uno como otro: “No me gusta leer” y “Adoro los libros de este autor” no dejaba espacio a un diálogo más profundo. No era posible replicar. No obedecía a ninguna lógica. Cualquier tipo de reflexión era rebasado, relegado a su abismo, ese vacío que deja mudo ante lo incomprensible, lo absurdo y que sólo el humor puede salvar, en el mejor de los casos, para evitar caer en la angustia. Y sin embargo, la franqueza, la autenticidad de este testimonio era indiscutible. La joven no se preocupaba por saber si sus palabras tenían o no sentido, si era o no conveniente decirlas, si iban a escucharla o a burlarse de ella. La muchacha se limitó a decir lo que sentía.
La chica ignoraba a qué extremo lo que dijo poseía sentido. No era su papel explicar sus palabras ni dilucidar a otros la significación de su conducta asombrosa. No era escritora ni filósofa, y no pretendía serlo. Se contentaba con responder a las cuestiones, sin tratar de dar una imagen sofisticada tomando la pose de una intelectual que no era ni quería ser. Su testimonio no era por ello menos revelador de un fenómeno extraño que habría valido la pena ser analizado, si la radio pudiera ser un medio conveniente para reflexionar sobre el sentido de las cosas. Muy lejos de esto, la radio es, con excepciones, un instrumento donde se habla mucho y donde, tal vez en consecuencia, se piensa poco.
¿Qué puede significar este nuevo fenómeno: la aparición de libros que se venden por millones y que son comprados por clientes a quienes no les gusta leer? Es acaso el signo de la aparición de una literatura muy nueva: la literatura para aquellos a quienes no les gusta leer. Después de todo, representan cuantitativamente una masa importante. La ley de las cifras es la ley primordial de nuestro mundo mundializado. Es posible imaginar, sin recurrir a una especie de novela de ciencia ficción, un universo donde la literatura ya no sería sino el espacio de elección de quienes no leen, o que no leen nunca frases de más de tres palabras, de onomatopeyas, borborigmos, ladridos, maullidos, gritos impresos en las exclamativas burbujas donde fingen expresarse los personajes de los cuentos; en suma, un espacio poblado de silencio y ruidos. Un lugar donde no se piense. Donde se olviden tan pronto como se recorren, con la mirada, sonidos que sustituyen con el grito a la palabra e impiden a ésta ser dicha.
Life is a tale told by an idiot full of sound and fury and signifies nothing. “La vida es una historia contada por un idiota llena de ruido y furor y que no significa nada”, escribió Shakespeare. Hablaba de la vida humana en un relámpago de iluminación aterrador. ¿Cómo habría podido imaginar el sentido que el progreso daría a estas inspiradas palabras?
|