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Al pie de la letra
Ernesto de la Peña
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Titos Patrikios
Lavín Cerda, Dios
y la poesía
Alejandro Anaya
Para una apología
de José Revueltas
Sonia Peña
Imágenes en la
Puerta del cielo
Ricardo Yánez entrevista
con Raúl Bañuelos
Una literatura muy nueva
Vilma Fuentes
Rafael Bernal y El complot mongol entre el olvido y el reconocimiento
Xabier F. Coronado
La lengua ñañho
y la discriminación
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Verónica Murguía
Ficciones confusas
Yo aprendí a leer, único asunto en el que fui precoz en esta vida, en preprimaria. Una mañana Miss Claudia pegó en el pizarrón tres tarjetas en las que había escrito con plumón café las sílabas: ca, ba y llo. Caballo. Nos pidió que leyéramos con ella. Todos obedecimos.
La mayoría se quedó como si nada, pero en ese instante yo me mudé a la luna, mi residencia habitual. Allí comenzó el rollo que no cesa en el que vivo. Comenzó porque escuché una voz, que aún hoy no sé si suena como la mía, diciendo ca-ba-llo dentro de mi cabeza.
Recuerdo el color verde perico de las paredes del aula y los dibujos de la entusiasta Miss Claudia: los payasos bizcos de pelo rojo y amarillo, los unicornios rosas, los patos nadando sobre una tira de papel crepé azul, el pupitre de tapa, el olor a lápiz. Pero sobre todo me acuerdo de la sensación de triunfo: ya sabía leer.
A la salida me agencié el libro de español de primero y leí dificultosamente el cuento de las páginas finales. Se trataba de unos niños que ahorraban su domingo durante meses para comprarse juguetes en el mercado. Ya en cuarto año me parecía soporífero y cursi, pero en preprimaria me pareció extraordinario.
Luego, como todos los niños del mundo, me apasioné por los dinosaurios. Mi padre me compró una enciclopedia infantil en la que entendí que, ni modo, habían desaparecido hacía 75 millones de años y no había cómo resucitarlos. Mientras escribo esto, sostengo mi ejemplar en la mano y compruebo que en la página 66 hay una ilustración que me sacaba lágrimas: un brontosaurio muerto en una isla desierta, sin vegetación ni agua. A lo lejos se ve un sol terrible, como el que nos achicharra el cuero cabelludo en esta primavera despiadada.
Y a pesar de que leía todo el tiempo, no sé si fui una niña más informada que las demás. Leía con tal pasión que, a veces, al cerrar un libro sentía como cuando me bajaba del Ratón Loco de la feria de Chapultepec: mareada y hecha una mensa.
Lo que aprendía, no siempre destinado al público infantil, se mezclaba y confundía con lo que escuchaba y lo que inventaba. Estaba cierta, por ejemplo, de que la tela adhesiva era la tela de Çiva, el dios hindú que representa el principio destructor. Yo vi la ç y creí que era una c.
Contribuyó a mi confusión que en el libro Mitología general de F. Guirand, mismo que ocupaba el lugar de honor en el librero de mi abuela, hubiera una fotografía en la que aparecía una estatua del dios danzando con una banda flotante atada a la cadera. Esa, claro, era la tela de Çiva.
¿Por qué la tela de Çiva se usaba junto con el merthiolate para curar raspones? Misterio. Pero cosas más incomprensibles pasaban cerca de Çiva. Me pasmaban la aureola de fuego, la ajorca en el tobillo, el alto tocado con una media luna y una calavera, tan distinto de la melena ensangrentada del Cristo de la capilla escolar. Y, ¿qué decir del superávit de brazos y el demonio elefante apachurrado bajo su pie?
No puedo ni repetir mi atolondrada interpretación del texto ilustrado por la foto. Era una charamusca. No entendí nada, pero me enteré de un montón de cosas: Çiva danzaba para hacer comprender no sé qué asunto a unos herejes. Un tigre enviado por ellos se lo quiso comer. El dios levantó el meñique y se puso la piel del tigre como un chal. Luego, una serpiente intentó picarlo y Çiva se la colgó del cuello; un demonio enano, armado con una maza, trató de destruirlo y el dios le dio con los talones en la espalda y bailó sobre él. ¿Qué le duraban unos mugres raspones?
Esta confusión se repitió a lo largo de mi infancia, sin el elemento teológico, bajo diferentes aspectos. Sobra decir que el mundo en el que vivía era una mezcolanza sin pies ni cabeza, amenazante y multicolor, que determinó casi por completo quien soy.
Extraño esa forma de leer. Quizás los adultos perdemos la capacidad de leer con esa absoluta atención, distraídos por las obligaciones, las necesidades y el mundo. A veces, con libros extraordinarios logro apartarme por unas horas del fragor cotidiano o, al menos, contrastarlo con lo que leo.
Sólo en la ficción se puede vivir, dijo hace algunos años Javier Marías. Ha de tener razón. Pero estoy segura de que hay diferentes tipos de ficción.
No pueden ser lo mismo una novela o un poema, que la ficción política, ese cúmulo de necedades del que emanan las ofensivas declaraciones del secretario de Hacienda. Esas son mentiras nomás.
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