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Al pie de la letra
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Tres poemas
Titos Patrikios
Lavín Cerda, Dios
y la poesía
Alejandro Anaya
Para una apología
de José Revueltas
Sonia Peña
Imágenes en la
Puerta del cielo
Ricardo Yánez entrevista
con Raúl Bañuelos
Una literatura muy nueva
Vilma Fuentes
Rafael Bernal y El complot mongol entre el olvido y el reconocimiento
Xabier F. Coronado
La lengua ñañho
y la discriminación
Araceli Colín Cabrera
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El aburrimiento del héroe (II Y ÚLTIMA)
El Complejo de Mario Bros –“creencia irreflexiva según la cual en una trama siempre debe estar sucediendo algo, donde ‘algo’ por fuerza significa algo llamativo, tremendo, espectacular, portentoso, increíble, fundamental”– no es un padecimiento sufrido exclusivamente por productores, guionistas y directores cinematográficos; su elevado poder de contagio ha hecho fácil e inmediata presa de sus taras a innumerables distribuidores y exhibidores, mismos que no reparan mucho en la naturaleza del cine por ellos ofrecido, siempre y cuando éste les reporte ingresos lo suficientemente pingües.
Al respecto, y hablando en plata, lo cierto es que si la producción cinematográfica nacional dejara ganancias mayores que las generadas por el cine jamesbondesco, el quepasoayeresco y el reyleonesco –es decir, por el de acción insensata, el de ramplón humor grueso y el animado para niños–, no tendríamos cotidianamente una cartelera plagada con ochenta y pico por ciento de cine estadunidense, ni tendríamos tampoco a tanto irreflexivo mediático justificando que las cosas sean así, con el argumento indefendiblemente tautológico de que así son las cosas. Como todas las inercias, ésta no tiene por qué ser considerada como intrínsecamente buena o por lo menos neutra –por ejemplo, que a consecuencia de la “guerra” contra el narcotráfico diariamente sean ultimadas cincuenta o sesenta personas en todo el país no es algo ni bueno ni neutro–, de modo que resulta más bien ingenuo balar al unísono memeces del tipo “eso es lo que la gente quiere ver”, “si el cine mexicano quiere público, que se haga competitivo frente al estadunidense” y otras por el estilo.
Vete más lejos, Alicia |
Empero, el mariobrosismo aludido al principio de estas líneas también corre por la sangre del espectador promedio. Abrumado como se le tiene desde la primera vez que, siendo niño, fue llevado a la sala oscura, con ese cine del eterno epitelio, la sucesión icónica incesante y la grandilocuencia de relleno, poco puede hacer para darse cuenta de que ese tipo de cine no es desde luego el único y, por supuesto, tampoco el mejor que existe, sino únicamente el que con mayor frecuencia le es ofrecido, razón por la cual ya se le convirtió, consciente o inconscientemente por su parte, en un paradigma.
El rebote de los vicios
Si todo lo anterior es verdad, tampoco es mentira que tanta distorsión tiene aparejados vicios antípodas, cuyo origen se halla en un estado de cosas así de lamentable, pero cuya responsabilidad recae de manera exclusiva en quienes padecen estos nuevos vicios de rebote o de reflejo.
Uno de ellos, para referir un caso recientísimo, es el que ha puesto en práctica León Sermet, director de El efecto tequila (2011), y consiste en declararse víctima de un exhibidor debido a que éste retiró de cartelera, luego del primer fin de semana, varias copias en diversos horarios de esa película. Sermet ha esgrimido la ley, vigente, que debería garantizar diez por ciento del tiempo de pantalla al cine mexicano, y se ha quejado –aquí sí con razón– de que los exhibidores arrumban lo que económicamente no les funciona a los peores días en los peores horarios. Pero si usted vio la película quizá coincida en que no es posible hablar, como lo hizo el realizador, de acciones arteras debido a contenidos “peligrosos” o “incómodos” en su filme, pues poco o nada hay en él, en términos generales de argumento y realización, que susciten ya no digamos incomodidad sino al menos memorabilidad. De hecho, El efecto tequila es un gran ejemplo de cómo desperdiciar un tema relevante –el “error de diciembre” y la crisis económica que desató–, diluyéndolo en una sucesión de lugares comunes planteados con una elementalidad sorprendente.
Otro de esos vicios antípodas es el que consiste en llevar a la pantalla historias que ni siquiera merecen tal nombre o, para decirlo con la terminología predominante, películas en las que, aun a regañadientes, debe uno convenir en que de verdad no pasa nada –es decir, nada siquiera medianamente interesante, o al menos estructurado o bien planeado y bien planteado. Vete más lejos, Alicia (2010), de Elisa Miller, tiene la virtud inversa de darle la razón a los mariobrosfílicos, que muy difícilmente saldrán satisfechos luego de ver cómo una cámara, simple y llanamente, sigue los pasos de una muchacha que va a la Patagonia literalmente a no hacer nada.
Cine contemplativo, suele llamársele a filmes afines a éste; el drama es interno, se dice también, pero qué lejos está Alicia de la contemplación tarkovskiana o del drama interno bergmaniano.
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