Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 26 de junio de 2011 Num: 851

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Al pie de la letra
Ernesto de la Peña

Tres poemas
Titos Patrikios

Lavín Cerda, Dios
y la poesía

Alejandro Anaya

Para una apología
de José Revueltas

Sonia Peña

Imágenes en la
Puerta del cielo

Ricardo Yánez entrevista
con Raúl Bañuelos

Una literatura muy nueva
Vilma Fuentes

Rafael Bernal y El complot mongol entre el olvido y el reconocimiento
Xabier F. Coronado

La lengua ñañho
y la discriminación

Araceli Colín Cabrera

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Foto: Jesús Villaseca/ archivo La Jornada

Lavín Cerda, Dios y la poesía

Alejandro Anaya

Con la vorágine del mundo actual, hay quien piensa que Dios no existe. No faltará quien lo maldiga. También hay quien se lo inventa, o le atribuye rasgos humanos (la locura, por ejemplo). Vayamos por partes.

Del vórtice caótico de los noticiarios se ha desprendido una nota que, aunque en poca medida, es la que nos atañe ahora: el triunfo de la Derecha en la República de Chile. A muchas personas el nombre de Sebastián Piñera les causa cierto resquemor, y no es para menos, pues su colaboración con el régimen pinochetista evoca una parte fosca de la historia de aquel país de geografía alucinante. Una vez muerto Allende, los que sabían que su libertad estaba en juego cogieron sus maletas y partieron buscando asilo. A México llegaron muchos; entre ellos un hombre delgado, mágico, de facha quijotesca; su nombre: Hernán Lavín Cerda. Entre sus pertenencias ingrávidas, por lo tanto valiosísimas, estaban las lecturas de Parra, Neruda, Huidobro, compatriotas suyos y, en cierta forma, una especie de dioses... ah, y la poesía, no la de estas tres deidades, la suya.

Al ver en televisión, así lo narra Lavín, a los jinetes del Apocalipsis, supo que había que abandonar su patria. Esa alusión bíblica hace sospechar la existencia de un ceñido vínculo entre el poeta y la religión, entre el escritor y la metafísica. Si bien es cierto que metafísica y poesía, o van por el mundo cogidas de la mano o la una es progenitora de la otra, “son umbilicales y consanguíneas”, con la poética laviniana hay que caminar con diligencia. Cabría señalar que desde el aspecto, el porte, la persona de Lavín hace suponer que éste es más que un ser humano, podríamos calificarlo como un endriago ontológico, pues horada la nimiedad, lo hemos visto observar hacia la nada (nutrirse de todo), para después proponer una explicación trascendental, que pocos vislumbran en las cosas materiales o intangibles: desde dar un análisis estructural sobre la Torre de Pisa o prever cierto peligro en el arte de cepillarse la boca, hasta poner en tela de juicio la cordura de Dios. Como lo he mencionado, algunos coincidirán conmigo, por la poesía de Lavín hay que deambular con celo, con sutileza y equilibrio; sin evadir el júbilo y la libertad vivaz: si uno resbala de la cuerda floja, abajo no hay red. No se trata de textos cómodos, de versos asequibles (acaso toda poesía debiera serlo) de liviana factura, ni de palabra e insustancialidad conexas; aunque tampoco estamos ante un dédalo infranqueable. Se trata, más bien, de pulsiones espirituales y cósmicas, de hipertermias controladas, de “abismos de luz”, de una respiración furtiva y luminosa: “Cuando hablo de respiración –dice el poeta–, me refiero a la que aparece, aquella que tiene el poder de alimentar, desde su escondite, a las voces interiores que al fin van configurando las vidas y las muertes, la inquietante y prodigiosa supervivencia de la poesía.”

Pero, por otro lado, también se trata de “recordar el vuelo de Dios”; porque Lavín lo sabe, o lo intuye: Dios existe. ¿Y por qué sacar de su confortable sitial célico a Dios? En primer lugar para saber quién es, para reconocerlo y entonces reconocerse a sí mismo, para sospechar, en los lapsus de cordura, que se sabe lo que se ignora. Y por ende, la búsqueda metafísica de la providencia se vuelve una obsesión silenciosa y llena de vocablos omniscientes, donde el universo, en su totalidad espacial y diacrónica, es poesía. Por eso, tal vez, el poeta replantea la interrogante: “Alguna vez escribí estas líneas: ‘¿Quién es Dios? [...]’ Hoy formulo la misma pregunta, pero con otras palabras: ‘¿Qué es la Poesía? ’” Iluminado por la gracia empírea, Lavín reconoce en el Arte de la Palabra una deidad, y en la claridad de su conciencia vierte una poética infinita, que no es otra cosa sino un testimonio de su calidad de demiurgo.

Por tal motivo, o por temor a lo infinito, la poesía laviniana no ha alcanzado el efluvio que merece. Él quizá cree que así es mejor: estar en el ángulo muerto, rechazar el Nobel casi por piedad. O no repara en el hecho de que nació en la verticalidad vertiginosa de un país donde se cultiva la poesía, donde los azores vuelan alto y los zapatos son ataúdes, donde los borrachos insolentes queman a las sirenas con cigarros encendidos. Lo que sea y como sea, pues los textos lavinianos son más que poesía pura: son pura poesía. Todo es poética en él, versos, ritmo, planeo, fiesta saturnal, lucidez total, incluyendo su prosa. Y digo lucidez porque habría que ver a la poesía como una criatura que razona, dotada de sentimiento y con sus horas de cansancio, de vigilia y de vesania, de odio, con garras de tigre. Aunque los textos de Lavín, a diferencia de otros entes igualmente reflexivos y sensibles, dan testimonio de una inteligencia que pocos, muy pocos en verdad, poseen; pero, ojo, también la demandan.

Así pues, como un ser pensante, la poesía brota desde el comienzo de los tiempos para volverse inmortal, y el poeta, el que conoce el oficio, el que levanta la mano para persignar al aprendiz mientras le dice: “Que Dios te acompañe”, la acata; y sus dudas teológicas se difuminan: “Dios de Dios, nacido del Padre,/ naciste de tu más antigua sombra en el primer soplo/ y antes, mucho antes que todos los siglos.” Que si es fiel a la más pura tradición barroca latinoamericana, que si es un “conceptista culterano”, eso y más podríamos decir de un poeta como Hernán, pero las delimitaciones, a mi modo de ver las cosas, empobrecerían en este caso la figura del bardo loco y lúcido, agudo, quizá también su poesía omnisciente, como el mismo Dios.

Vuelve la derecha a Chile, reflexionemos –muchos se han visto en la penosa necesidad de soplarle la carcoma al pasado. Entonces nos daremos cuenta de que Lavín lleva en México más tiempo del que se cuenta con lustros, tal vez una eternidad, y aun así hay quien desconoce su numénico trabajo y se conforma con versos simplones de falsas deidades, ídolos huecos: El que no conoce a Dios, donde quiera se anda hincando.