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Rafael Bernal y El complot mongol entre el olvido y el reconocimiento
Xabier F. Coronado
La lengua ñañho
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Disney, sus malas influencias (II Y ÚLTIMA)
Walt Disney disfrutaba la música orquestal y solía editarla como banda sonora de sus películas, algo que no solamente parece obviado por sus herederos que llegan al extremo de menospreciar las manifestaciones artísticas tradicionales, y presentarlas como aburrida parafernalia del ñoño, del inadaptado. Lo que impera en Disney y sus competidores televisivos, como Nickelodeon, es la cultura de lo rápido e intrascendente, preconizado por adolescentes como los personajes de Hannah Montana o I Carly, programas emblemáticos de lo que se produce hoy desde Estados Unidos para el receptivo público adolescente e infantil no sólo de ese país. Quinta columna de la penetración cultural que se justifica hoy con cualquier somera explicación de lo que es la globalización, la televisión precisamente es punta de lanza de sociedades como la estadunidense, hoy refractaria al ingrediente cultural que llega de fuera –allí sus violentas políticas antiinmigrantes, su agresivo rechazo a la impartición de idiomas distintos al inglés en las escuelas públicas, sobre todo el español, o la paulatina implementación de reglamentos segregacionistas en escuelas donde haya niños que carezcan de documentos de residencia. Es deseable, por no decir necesario y hasta caso de emergencia cultural, regular (al menos en casa) el contenido y penetración contracultural de las series estadunidenses de adolescentes entre nuestros niños, parrillas de programas entre las que se cuentan series televisivas que con un matiz de humor trivializan la existencia cotidiana y la pasan por el filtro de lo políticamente correcto –gringo– o lo reducen, tal es el caso de cualquier cosa que tenga que ver con países o culturas tradicionalmente situados en el espectro de lo caricaturizable para el mainstream estadunidense, como México y Latinoamérica (o Francia, o China, o Cuba) a la simpleza peyorativa –quienes se piensan dueños del mundo suelen mirar al resto de sus congéneres con desprecio a veces paternalista, a veces francamente desvalorizante– del estereotipo.
Se trata sobre todo de series de presunta comedia protagonizadas por jovencitos para el mercado de una teleaudiencia adolescente e infantil altamente susceptibles –el continuo bombardeo de lo “chistoso” o lo “incluyente” desde la perspectiva del gringo resquebraja, si alguna vez lo hubo, el endeble marco teórico y circunstancial de nuestra niñez, para la que Miguel Hidalgo es apenas una estampita escolar, o el efímero imperio de Maximiliano un pintoresco episodio del que México salió vagamente airoso– de asumir como propios usos y costumbres ajenos: basta con que aparezcan en televisión para que adquieran certificado de lo que debe ser. No importa si en el mundo real muchas de esas actricitas y actores que encarnan personajes desparpajados y ocurrentes llevan vidas de infierno: sexualidad precoz, adicciones a drogas, escándalos policíacos y una vasta cauda de lamentables consecuencias de la fama fugaz pero intensa que les trajo ser “chicos Disney”. Nombres como Lindsay Lohan o Britney Spears dan cuenta de las consecuencias de la fama irracional que genera esa devoradora industria del espectáculo de la que el emporio Disney es uno de los principales perpetradores.
En Zack y Cody, Shake it Up, Cory in the House, So Random! o Sonny With a Chance, todas de Disney, no hay otro modo de vida que no sea el consumismo regido por un capitalismo implícito, brutal e intocado por cuestionamientos, y lejos de enaltecer valores humanos como la fraternidad, se exagera la valía del dinero o la posesión de productos de moda. Su denominador común es el desaforado manejo del dinero, la posesión de artefactos electrónicos, ropa o vehículos y aun la puesta en práctica de empresas o proyectos individuales donde el fin siempre termina siendo el mismo: el éxito en la vida, aparejado de fama y bienestar, radica en ganar dinero a toda costa. Mientras más beneficio se obtenga, aun si ello significa expoliar al otro, mejor: el lucro es sinónimo pragmático de inteligencia, de sagacidad y, mediando la chabacanería argumental de la mayoría de esas series, de simpatía y popularidad. Pocas son las series estadunidenses que resultan críticas con las formas de interacción de la sociedad y el status quo en Estados Unidos.
¿No había en México una autoridad que se hacía cargo, al menos en teoría, de observar, evaluar, regular y sancionar esa clase de contenidos? ¿Estamos conscientes de que son millones de niños mexicanos los que las absorben?
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