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Para una apología de José Revueltas
Sonia Peña
El pasado catorce de abril se cumplieron treinta y cinco años de la ausencia física de José Revueltas. Durante mucho tiempo, cuando vivía en el DF, solía visitar en esta fecha el panteón francés con un estricto ramo de claveles rojos. La primera vez me encontré allí con Martín Dozal, amigo entrañable de Revueltas. Estaba sentado al borde de una tumba, con un cuaderno y un lápiz en la mano, concentrado en vaya a saber qué anotaciones. Pasé junto a él acompañada de un trabajador que debía ayudarme en mi búsqueda; nuestra presencia no lo perturbó, seguía absorto en sus reflexiones. Luego de las indicaciones del empleado regresé y pude ver la lápida: “José Revueltas. 20/XI/1914-14/IV/1976. Gris es toda teoría, y verde el árbol de oro de la vida.” Martín levantó por fin la mirada y tras la presentación inicié una amena conversación con el hombre que fue compañero de celda de Revueltas durante la última detención del autor, tras los acontecimientos de la masacre de Tlatelolco, en octubre de 1968. Martín hablaba de Revueltas con pasión; iba de una obra a otra con soltura, como pez en el agua recordaba anécdotas del escritor: literarias, políticas, amorosas, familiares, carcelarias pero, sobre todo, no dejaba de repetirme que el Revueltas no está olvidado, que cada vez más personas se interesan en su escritura, en fin, que “Pepe no ha muerto”.
Sin duda el gran amor de Revueltas (junto a la militancia política) fue la literatura: a ella dedicó todas sus horas, a ella entregó sus mejores años, incluso en condiciones deplorables (encarcelamientos, problemas económicos, enfermedades). Era un hombre disciplinado, consciente de que la escritura es un trabajo y él era un obrero de tiempo completo, como lo describe Miguel Ángel Mendoza: “José Revueltas trabaja con una gran dosis de vitalidad, que parece ser su signo. Se sienta a escribir y de un tirón –con una gran cafetera al lado–, escribe incesantemente durante 24, 48 y aun 72 horas seguidas, después de las cuales se tira a dormir y lo hace hasta 32 horas sin interrupción.”
Durante los trágicos acontecimientos de octubre de 1968, el escritor tuvo que vivir escondiéndose, transformó su apariencia física para no ser reconocido por si se le ocurría salir a la calle, y ni aún en esas circunstancias dejó de escribir; hubo de sufrir mucho en aquellos días. Así lo recuerda Arturo Cantú: “Era muy trabajador; se levantaba temprano y a las ocho ya estaba escribiendo; descansaba hacia el mediodía y adelante. Yo veía que era un hombre ordenado, inquieto, preocupado solamente con su oficio y su vocación política.” La entrega de Revueltas a su oficio fue absoluta, radical, porque, como se lo manifestó él mismo a Elena Poniatowska: “Si luchas por la libertad tienes que estar preso, si luchas por alimentos tienes que sentir hambre”, para él no había medias tintas, arreglos diplomáticos o concesiones disfrazadas. José Revueltas padeció a causa de su oficio (literario-político) encarcelamiento, persecución, hambre y ninguneo. Hoy, después de treinta y cinco años de haber abandonado sus días terrenales, se habla poco y nada de él. Los periódicos que se encargan de recordarlo son contados con los dedos de la mano, los homenajes no tienen lugar para aquel escritor rojo a quien Mercedes Padés describe como el hombre “preso hasta los dientes”.
El epitafio en la tumba de Revueltas es una de sus frases preferidas; Philippe Cheron escribe: “Al hacer suya la célebre réplica de Mefistófeles en el Fausto de Goethe: ‘Gris es toda teoría, y verde el árbol de oro de la vida’, Revueltas no opone la sensualidad a la austeridad y aridez del trabajo intelectual, sino que considera el renacimiento y la juventud como antídotos de la teoría enajenada, es decir, ideologizada.”
El árbol de oro de Revueltas florece en medio de una primavera de clima caldeado y alergias revividas. Revueltas no ha muerto, como dice Martín, solamente se fue de parranda. Sin embargo, se le hecha de menos, muchos no nos resignamos a este luto humano que pesa cada día más y unimos nuestra voz a aquel graffiti que, garabateado con pulso firme, adornó alguna vez una pared de Ciudad Universitaria: “¡Ay José!, como te extrañamos en estas Revueltas…”
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