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de José Revueltas
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Ricardo Yánez entrevista
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Una literatura muy nueva
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Rafael Bernal y El complot mongol entre el olvido y el reconocimiento
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La lengua ñañho
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Hugo Gutiérrez Vega
Peñalosa y el cantar de las cosas leves (II DE III)
Mucho debemos los othonianos de este mundo a Peñalosa (y también al padre Montejano), autor de múltiples investigaciones sobre la vida y la obra del autor del principal poema de nuestro siglo XIX, el “Idilio salvaje.” Son notables sus trabajos sobre Ramón López Velarde y sus comentarios de muchas cosas del cielo y de la tierra, del radio, la prensa, el cine y la televisión, pues aunque es un cura muy cura, es también, afortunadamente, muy “mundano”, ya que está en el mundo, lo siente, goza y padece y, al igual que Brecht, intenta dejarlo un poco mejor de como lo encontró.
En las largas tertulias de sobremesa en un Querétaro todavía sin prisa, capaz de dar a los viajeros que visitaban sus fondas las sorpresas de sus sopas de aguacate, carnitas (las predilectas de la insigne glotonería de Novo), tortas de garbanzo y frutas cubiertas, mucho fabulábamos sobre El poder y la gloria, de un Greene recién convertido al catolicismo y ya enfrentado al México de la postguerra cristera; sobre Waugh y el libelo que le pagaron las compañías petroleras inglesas (arrepentido devolvió el dinero y pidió que el libro fuera retirado de la circulación); de los católicos franceses Mauriac, Bernanos y Claudel; de los ingleses Chesterton, Newman, Belloc, Baring, Meynell, Thompson y Patmore; de Concha Urquiza y de manera especial de esa gran novela de Joseph Malègue, Agustín o el maestro está allá, reunión magna del pensamiento cristiano sobre todas las artes y las letras. Los espíritus más convocados eran los de Francis Jammes, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, nuestra Sor Juana, los dos fray Luis, el de Granada y el del “decíamos ayer”; González León, López Velarde, Othón y el padre Placencia. Otros “santos” de la tertulia eran Rimbaud, Camus, Tolstoi, Croce, Machado, García Lorca y el atormentado Giacomo Leopardi. Todo acababa en la madrugada y el padre corría a darse un baño y a hacer examen de conciencia. A veces nuestros rostros irredentos se colocaban bajo el coro de San Agustín para oír la misa que oficiaba, tan fresco como si no hubiera trasnochado literariamente.
Las bestezuelas de Dios
El padre Peñalosa leyó a Francis Jammes poco después de haber escrito su segundo libro, Ejercicios para las bestezuelas de Dios. Son notables las afinidades entre el francés y el potosino, y es claro que los une su franciscanismo y su amor por ese noble y resignado animal, cuyo nombre es utilizado casi siempre de manera peyorativa: el asno, benemérito de los indios de América; animalito de Apuleyo, Juan Ramón Jiménez y Lezama Lima (el mulo pertenece a la misma familia de pezuñas milagrosamente aferradas al borde del abismo).
Así habla el asno del Domingo de Ramos del poema de Jammes: “Sentí sobre mi frente un gran soplo pasar/ y tan sólo fui dueño de gemir y temblar./ ¿Qué cosa iba a pasarme? Yo nada comprendí./ Hubo un silencio. Luego, Dios montó sobre mí.” Este burro cumplía el trabajo más ilustre que registra la historia de la asnicidad. Los burritos de Joaquín Antonio son latinoamericanos, criaturas de trabajo que, a pesar de los muchos sufrimientos, conservan la mirada dulce de quienes aman. Las “asnillas” de su “Benedicite de las cosas pequeñas”, “llevan por aretes los jilotes rubios de las cañas de la carga”, mientras que, en “Consolación por el asnillo muerto”, canta la alabanza del infatigable compañero de los pobres: “Por el burrito blanco de las Nueve Posadas,/por el burrito negro del Domingo de Palmas/ que los arrieros vayan a ensillar una estrella./ ¡Dejádmelo que muera!” Y lo despide con la promesa de su continuidad en los ritmos de la tierra: “Y atemos sólo un llanto pequeño a sus orejas:/del polvo muerto nacerá la primavera.”
(Continuará)
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