Portada
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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
El profeta insumiso: William Blake (1757-1827)
RODOLFO ALONSO
Tras las huellas de Lowry en Oaxaca
ALBERTO REBOLLO
Los dos talleres de Nandino
Elías Nandino y Estaciones
GERARDO BUSTAMANTE BERMÚDEZ
Elías Nandino, entre poesía y bisturí
LEONARDO COMPAÑ JASSO
El poeta frente al espejo
GUADALUPE CALZADA GUTIÉRREZ
Leda Arias: búsqueda, compromiso y permanencia
INGRID SUCKAER
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Columnas:
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GERMAINE GÓMEZ HARO
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Roberto Montenegro, Retrato de Elías Nandino, circa 1950 |
Elías Nandino, entre poesía y bisturí
Leonardo Compañ Jasso
En los sesenta, los Contemporáneos constituían una leyenda colocada en espacios del poder. Elías Nandino, mientras, era “el doctor” que, en 1967, le decía a Salvador Novo, contemporáneo exitoso, que no se olvidara de David N. Arce, muerto en la soledad y el anonimato. Don Salvador respondió con una de sus habituales cartas a la revista Hoy, aceptando nostálgicamente que David N. Arce le abrió las puertas de la otrora Noble y Leal Ciudad de Méjico-Temixtitán, de la cual, para ese momento, ya era su Cronista oficial, aunque diazordazesco. De pronto, en la susodicha carta, el doctor Elías se transforma en Nandino, pese a toda la formalidad y la parafernalia del poder.
De un lado, el médico daba consultas y hacía cirugías en el Hospital de Jesús, legado, esperanza y fe del sifilítico Hernán Cortés; de otro, entre operación y operación, escribía poemas; hacía nuevo el México Viejo. Es posible leer, por ejemplo, en Décimas a mi muerte de 1950, lo siguiente: “Quiera o no, debo pensarte,/ muerte, mi muerte que avanzas/ unida a mis esperanzas/ de no querer encontrarte.” Nandino, gitano entre paredes cortesianas, poetizaba su espera ejerciendo la profesión lejos de los banquetes, las luces de la fama y, en fin, del bombo y el platillo. “Afirmo con orgullo –dirá años después– que toda mi poesía ha dimanado de la verdad de mis vivencias y no de invenciones, farsas y pretextos. Cada éxito médico o quirúrgico aumentaba mi torrente de vida y cada fracaso me mataba un poco.”
No era mercenario de la poesía ni, mucho menos, ofrecía la metáfora al mejor postor, a cambio de aplausos, premios, membresías académicas o nomenclaturas callejeras. En este sentido, sus poemas son de quirófano, de consultorio y de habitación. Escribía su vida con el bisturí de la rima; operaba sus vivencias con la pluma del cirujano, simplemente para ser en la poesía. En el Diorama de la Cultura, correspondiente al 8 de agosto de 1982, podemos leer que Elías Nandino le dice a Juan Cervera: “Mi poesía soy yo y yo soy mi poesía.”
La poesía le permitía ser, cuando se enfrentaba como médico, al no ser de la enfermedad y la muerte. Al cultivarla y cultivarse en ella, se devolvía el sosiego que el ejercicio de su profesión le negaba al atender a un paciente sin posible cura. A diferencia de Xavier Villaurrutia, la nostalgia de muerte no le viene desde sí mismo, sino desde el otro. Es la muerte del otro la que lo enferma con su propia muerte. Su nostalgia es, más bien, porque “carga al muertito”, como solemos decir en México. “Sobre una cruz azul de lejanía –canta Nandino en el séptimo de sus Sonetos, compuestos entre 1937 y 1939– con los brazos en cruz va mi suspiro,/ para poder mirar lo que no miro/ con mis ojos nublados de agonía./ Muerte sin fin que sufre el alma mía/ esparcida en un cielo de zafiro,/ para llegar al mundo en que deliro/ y hacerte renacer de cada día./ La distancia es milagro de contacto/ donde alcanzo las formas incoloras/ que arrancan las palabras de mi tacto./ Y brotas del silencio de mis horas,/y sin tener tus ojos, es exacto/ que por mis ojos en mis ojos lloras.” Cuando la muerte se le cuela por los ojos, la conjura con poesía.
Por lo mismo, a diferencia de José Gorostiza, Nandino no filosofó sobre la muerte, desde la poesía. Le resultaba más contundente un cuerpo abierto para operar que un vaso medio lleno, o vacío, puesto en escritorio burocrático. Un vaso que, por cierto, no es difícil imaginar junto a una taza de café para aromar la conversación matutina, previa a las labores habituales. Y es que no sabe igual un café por la mañana que por la noche, durante el desvelo, durante la guardia, en que posiblemente lo bebía Nandino. En aquél, palpita el ocio y su regusto; en éste, la muerte acecha a cada momento.
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