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Tras las huellas de Lowry en Oaxaca
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Los dos talleres de Nandino
Elías Nandino y Estaciones
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Elías Nandino, entre poesía y bisturí
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Leda Arias: búsqueda, compromiso y permanencia
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Los dos talleres de Nandino
La presencia de Elías Nandino en Guadalajara fue, en los extremos de los setentas –y de atender a sus frutos también ahora mismo–, de inusitada relevancia, no valorada suficientemente entonces sino por algunos de sus discípulos. De los dos talleres que entonces coordinó nos hablan Jorge Souza, director de Literatura de la Secretaría de Cultura de Jalisco, y Luis Alberto Navarro, investigador del Archivo Histórico (Casa Zuno) de la Universidad de Guadalajara.
Ricardo Yáñez
JORGE SOUZA
Yo era parte de un grupo que había creado un taller literario en Filosofía y Letras, Protoestesis. Carlos Prospéro, Gilberto Meza, Gloria Velázquez, Javier Antonio Gómez y otros apenas veinteañeros, nos reuníamos a leer poemas, a criticarlos. Una tarde el director de Literatura del Departamento de Bellas Artes de Jalisco (DBA), Hiram Sánchez, propuso que nos convirtiéramos en taller de la dependencia y poco después invitó a Elías Nandino como coordinador. Con ciertas dudas, aceptamos trabajar con el poeta que estaba por llegar.
La Universidad de Guadalajara organizó unos juegos florales y obtuve el premio de poesía. Al salir del Paraninfo, un hombre mayor se me acercó: “Oye, hijo, mira, yo soy poeta, me llamo Elías Nandino, y voy a tener un taller de poesía y quiero invitarte.”
Robusto, sólido. Tenía setenta y dos años, comenzaba a perder el oído. Cabello peinado hacia adelante en una onda. Ojos que acompañaban la sonrisa, ora amable, ora irónica. Pulcro. Tal vez su rasgo más destacado fue la sencillez. Siempre cercano, disponible, construía un espacio de confianza, cercanía, jovialidad.
Días después el taller se formalizaba como parte de un programa que incluía también ensayo y narrativa. El grupo de talleristas, que llegó a ser de más de veinte, incluyó pronto a Ricardo Castillo, quien en su primera sesión nos sacudió con dos breves poemas. Luego llegó Dante Medina. Muchas veces tres o cuatro amigos nos reunimos en su casa a leer poemas. Otros que llegaron fueron Carlos Enrigue, Jorge Cerda, Jorge Jiménez y Cristóbal Sedano.
El doctor nos ponía a leer y nos alentaba a criticarnos. Escuchaba, señalaba lecturas, y coincidencias. “Yo no vengo a enseñarles nada; la poesía no puede enseñarse: más bien yo aprendo de ustedes.” Nos impulsó en varias direcciones. Consiguió que el DBA me nombrara “subdirector de Literatura” y a Carlos Prospéro lo nombró su asistente. Gilberto Meza revisaba galeras y Jorge Jiménez era el editor de una revista destinada a mostrar nuestros trabajos: Papeles al Sol. [...] Comenzamos a creer que realmente éramos poetas.
El sueño no duró. Los muchachos que fuimos, ni tranquilos ni generosos, miembros de una generación inquietada por el ’68, mostrábamos un carácter rebelde, difícil, el cual, en un contexto en el que el jefe del DBA, Juan Francisco González, comenzaba a presentar resistencia a los proyectos del doctor, fue la mecha que llevaría al taller a su final.
Después de un primer número bastante bueno, la revista ya no apareció. Jorge Jiménez tronó contra el DBA y el doctor, y con sus propias manos destruyó cada uno de los ejemplares del número dos. González y Nandino rompieron. El golpe fue durísimo para quien solía decirnos que el contacto con nuestra juventud le infundía vida: parecía una sombra y repetía una y otra vez que regresaría a Cocula a morir. Años después el doctor coordinaría otro taller, del que surgieron Felipe de Jesús Hernández, Jorge Esquinca, Luis Alberto Navarro, Javier Ramírez, Luis Fernando Ortega...
LUIS ALBERTO NAVARRO
Rafael González Velasco, Javier Ramírez, Luis Fernando Ortega, Felipe de Jesús Hernández Rubio, Jorge Esquinca y yo éramos de los más asiduos a su taller literario y los que a la postre trabajaríamos bajo sus órdenes. Después vendrían Salomón Villaseñor Otero, Miguel Ángel Hernández Rubio (Q.E.P.D.), Ernesto Lumbreras, José Carrillo, Fernando Franco, Jesús de Loza Páiz, José Dorazco Valdés y José Manuel Rodríguez (en aquel entonces un joven de cincuenta años que nos acompañó en todas las travesías editoriales, literarias y noctámbulas), muerto hace ya más de una década. A quienes formamos ese taller todavía nos unen semejanzas, diferencias y coincidencias; afectos, resacas de noches en que después de las sesiones seguíamos nuestras charlas y la búsqueda poética; poesía y amigas, boleros y Lucha Reyes nos descubrían calles y lugares, bares y cantinas, siempre con la presencia de la amistad que nos brindó Nandino. Conocerlo, tratarlo y escuchar sus juicios críticos, sus opiniones –no siempre estábamos de acuerdo con él, lo que respetuosamente aceptaba– sobre literatura, poesía, amor, amistad y ese mester de juglaría que llamamos vida, marcó –siempre generoso, solidario siempre– a muchos de nosotros en la libertad creadora.
Como promotor cultural fue su labor amplia; desde su revista Estaciones, que le abrió las puertas a los entonces jóvenes escritores (Monsiváis, Pacheco, Pitol, Sáinz, Renán, Cervantes, Poniatowska...), pasando por Cuadernos de Bellas Artes, hasta llegar a Guadalajara, en 1971, donde crea el primer taller de literatura del Departamento de Bellas Artes de Jalisco (de corta vida). De ese taller salieron dos revistas: Cuadernos de Occidente y Papeles al Sol, propiamente la del taller literario. En 1979 Nandino es invitado a que abra otro taller, y aparte de la publicación de unas diez plaquettes de poesía, ensayo y narrativa, se publican dos revistas: Campo Abierto y La Capilla (llamada así por ser sede del taller la capilla del ex Convento del Carmen, denominada ahora Elías Nandino).
¿Qué más puedo decir, en este breve recuerdo? ¿Que lo vimos correr a sus ochenta y dos años tras un camión para ir a una lectura de poesía?, ¿de su gran vitalidad que fortificó su en otro tiempo ascensión mensual al Popocatépetl en compañía de Montenegro, Chávez, Villaurrutia?, ¿que le agradecemos más de una década de amistad, de asombrarnos con ella y admiramos sus poemas y su pasión por la poesía? Parafraseando a Michel Tournier: Elías Nandino siempre escribió de pie, nunca de rodillas, porque la vida es un trabajo que se debe hacer de pie. Por sus convicciones, por su pasión por la vida, la medicina y la poesía, siempre escribió de pie. Esto es amor y dignidad. Gracias Doc por habernos dejado ser sus amigos.
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