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El profeta insumiso: William Blake (1757-1827)
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Tras las huellas de Lowry en Oaxaca
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Los dos talleres de Nandino
Elías Nandino y Estaciones
GERARDO BUSTAMANTE BERMÚDEZ
Elías Nandino, entre poesía y bisturí
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El poeta frente al espejo
GUADALUPE CALZADA GUTIÉRREZ
Leda Arias: búsqueda, compromiso y permanencia
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Ana García Bergua
De la colección Sergio Pitol Traductor
y otras maravillas veracruzanas
En estas épocas, a veces se olvida que en la mayoría de los casos,
la literatura es obra de la generosidad: la de un autor que lanza su
botella al mar a la busca de lectores, sin saber nunca cuál será la
respuesta; la de muchos editores que salvan del olvido a libros y
autores valiosos, y la de muchos traductores al procurar que una
obra llegue a la playa de otras lenguas. Y es la propia literatura la
que paga con creces los dones que se le procuran, al enriquecerse
y diversificarse, como un alma común del género humano. Muchos
vaticinios funestos se lanzan en estos tiempos sobre el futuro del
libro y de la literatura; sin embargo, mientras esto sucede, la ciudad
de los libros crece, se resguarda y se alimenta, sigilosa, a manos de
oficiantes desinteresados. Digo esto pensando en las editoriales
pequeñas o en las universidades que protegen y publican obras
que, de otro modo, no llegarían a manos de los lectores mexicanos,
como la fastuosa colección Sergio Pitol Traductor que, entre muchas
otras, lleva un año editando la Universidad Veracruzana bajo
la supervisión del gran Premio Cervantes.
En algo se emparenta esta colección con la Biblioteca Personal
que hacia el final de su vida editó Jorge Luis Borges con María Kodama
y que hizo recordar a los lectores hispanoamericanos libros como,
por ejemplo, La piedra lunar, de Wilkie Collins, entre muchos otros
(y, por cierto, incluía a Rulfo y Arreola): es en el hecho de que, al ofrecer
a los lectores los libros que de alguna manera los formaron, proponen
un vínculo personal y un gusto por la literatura más allá de las modas,
las novedades, los premios y el relumbrón. Ese vínculo, a mi modo de
ver, es el que finalmente cuenta, además de que permite entender
un poco más su literatura y amplía el espectro de los libros que cada
quien podría considerar como sus “clásicos”.
En estos meses voy leyendo los libros
traducidos por Pitol, huelga decir
que espléndidamente –a mi modo de
ver, siempre son preferibles las traducciones
de un escritor, que con su propio
sentido de la prosa o la poesía comunica
más certeramente la obra traducida–,
como una especie de detective que trata
de seguir la huella del escritor a través
de sus lecturas: en El buen soldado, la novela
victoriana de Ford Madox Ford, encuentro
el juego de espejos, la descomposición
de las apariencias y la sucesión
de revelaciones con las que ha jugado el
narrador veracruzano; en la esperpéntica
(y también victoriana) En torno a las
excentricidades del cardenal Pirelli del
también inglés Robert Firbank, el amor
a lo raro, a la invención disparatada que
se sostiene en el aire como una criatura
majestuosa, perversa y perfecta. Ni qué
decir de Henry James, Robert Graves o
Jane Austen, por mencionar sólo a los
autores en lengua inglesa cuyas traducciones
se recopilan en esta colección, a
la que se añaden más autores oníricos
como Witold Gombrowicz, Stanislav
Lem o el italiano Luigi Malherba, o rusos
como Gogol y Chéjov, entre muchos
otros, cuyo paso está presente en la obra
de Pitol, tan distinta en su rareza a la de
otros escritores mexicanos de su generación.
De Salto mortal, la novela de
Malherba, se señala en la cuarta de forros:
“Los adictos al relato lineal, los partidarios
de una legibilidad inmediata
y continua de un sistema narrativo, los
incondicionales de la intriga excesiva,
no encontrarán en Salto mortal ninguna
de estas pautas tranquilizadoras”. Lo
mismo se puede decir de los libros que
propone esta colección: son una especie
de sacudimiento para el lector afuera
de la complacencia, un despertar
gozoso a una literatura siempre renovadora,
a la literatura, de la que se afirma
como hijo el gran narrador.
También de la mano de Pitol boga la
revista La Nave, que dirige allá en Xalapa
Rodolfo Mendoza Rosendo, y que patrocina
la Fundación Veracruz en la Cultura.
No sólo trae colaboraciones de autores
de primer orden, sino además obra plástica
muy notable: el número de abril ha
sido ilustrado con obra de Francisco Toledo
y el de enero con la de Vicente Rojo.
Un editorial de La Nave dice: “La única
certeza que tenemos en La Nave es la
literatura y lo que hay inmediatamente
alrededor de ella: los lectores y los escritores.
Creemos fundamental intentar
cotidianamente una revista que nos
ofrezca aquello que las noticias diarias
nos niegan; es decir, poesía, pensamiento,
imaginación.” Que ellos nos acompañen
en este año que comienza.
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