Portada
Presentación
Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA
El profeta insumiso: William Blake (1757-1827)
RODOLFO ALONSO
Tras las huellas de Lowry en Oaxaca
ALBERTO REBOLLO
Los dos talleres de Nandino
Elías Nandino y Estaciones
GERARDO BUSTAMANTE BERMÚDEZ
Elías Nandino, entre poesía y bisturí
LEONARDO COMPAÑ JASSO
El poeta frente al espejo
GUADALUPE CALZADA GUTIÉRREZ
Leda Arias: búsqueda, compromiso y permanencia
INGRID SUCKAER
Leer
Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGUELLES
Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA
Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA
Cinexcusas
LUIS TOVAR
La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA
A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR
Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO
Cabezalcubo
JORGE MOCH
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Juan Domingo Argüelles
El diseño contra la poesía
Como consecuencia de no leer poesía, ciertos diseñadores y no pocos
editores creen que el género poético debe ser compuesto en
puntajes ilegibles y con interlineados mínimos. Son los mismos que
piensan, además, que las ediciones de poesía deben ser tan discretas
y austeras, pero en verdad tan discretas y austeras, que no deberían
llevar siquiera los nombres de los autores o, en el mejor de los
casos, llevarlos tan pequeñitos y perdidos en las portadas que casi
no se noten, para lucimiento de la composición gráfica y plástica
del diseño. ¡Vaya concepto de lectura!
En los últimos años, la tipografía pulga ha hecho horrores de los
poemas. A pesar de cajas amplias y de sobrados medianiles, el puntaje
es de 8 y 9 puntos, y cuando mucho de diez, ¡porque se trata de
poesía! Cómo se nota que muchos diseñadores no leen, pero sobre
todo que no leen poesía.
Por supuesto, los lectores de poesía leerán de cualquier modo,
pero hoy nadie piensa en los débiles visuales ni en las generaciones
de lectores de vista cansada, e incluso en los estudiantes de secundaria
que se quejan de que leer poesía es una monserga endemoniada,
no sólo porque no tienen habilidad para comprender metáforas,
imágenes y un especial lenguaje, sino porque los diseñadores
les hicieron el favor de complicarles más las cosas con la letra pulga
y las páginas enrevesadas.
Durante mucho tiempo, una colección de poesía se publicó sin
el nombre del autor ni el título del libro en el lomo. ¿Cómo diablos
identificarlos en una estantería de biblioteca? Pero ni a los diseñadores
ni a los editores les preocupó esto. Es más, les pareció ¡muy
original!, pues hay quienes creen de veras que este tipo de recursos
(o de carencia de recursos) es ¡elegante! para la poesía.
En esta colección se publicaron libros
de Ángel González, Enrique Lihn,
Juan Gelman, Juan Gustavo Cobo Borda
y Claudio Rodríguez, entre otros muchos,
y a todos se les negó el crédito y el
título de su libro en el lomo del mismo.
¡Era increíble! Hasta que, por fin, a un alma
caritativa se le ocurrió cambiar esos
espantosos diseños y la colección se
rediseñó por completo en los últimos
años. ¡Vaya, por fin alguien entendió que
la poesía también se lee, si es el propósito,
cuando se publica!
Otro ejemplo es el de una colección
cuyos interiores se dejan leer bien y
son incluso elegantes, pero la discreción
llega al grado de disminuir el título
del libro y el nombre del autor hasta casi
hacerlos desaparecer, salvo por una bandita
que le ponen a cada volumen:
bandita que, por supuesto, es del todo
desechable, quedando sin ella el libro
en paños menores. Eso sí, la imagen plástica
abarca incluso las solapas. Las guardas
son sobrias y decorosas, pero hay
que hacer un gran esfuerzo para encontrar,
en la portada, el nombre del autor.
Esto sólo ocurre con la poesía; no así,
desde luego, con la narrativa. A ningún
editor, y menos a un diseñador, se le ocurriría,
con un libro de García Márquez,
poner su nombre y el título de su novela
en puntajes insignificantes en la portada,
con el único argumento de que la
imagen plástica es muy bella y “elegante”
como para “ensuciarla” con tipografía.
Lo que sucede es que la incomprensión
que se tiene por la escritura poética
permite ediciones tan austeras que resultan
casi menesterosas, aunque los medios
para hacerlas sean los mismos con
los que se hacen las de narrativa.
Lo que se propone como “buen gusto”
es un pésimo concepto de la poesía.
Los diseñadores y los editores tienen
que aprender a leer también no únicamente
las composiciones gráficas y
plásticas; tienen que aprender a leer la
escritura y el valor de la escritura. Más
aún tratándose de poesía, que muy pocos
saben leer.
Si la poesía, metafóricamente, puede
salvarnos la vida, la composición editorial
de las colecciones y los libros de poesía
debería parecerse a la edición del libro
El último recurso, de Derek Humphry,
un libro que “se dirige a un lector adulto
que desea estar informado por si algún
día, en caso de enfermedad terminal,
pudiera encontrarse en ese instante
crucial en que el sufrimiento pasa a ser
tan insoportable que podría considerar
seria, consciente y libremente poner fin
a sus días con dignidad”. El de Humphry
es un libro compuesto en 14 puntos,
muy legibles si consideramos que los
que necesitan del último recurso es muy
probable que no tengan una visión
muy aguda. Así deberían ser los libros
de poesía.
|