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Ilustación: Mauricio Rizo |
Armando Morales, pintor
Vilma Fuentes
La añoranza era física. Extrañaba la comida mexicana y el aire melancólico de algunos boleros, la música de un radio vecino, el ritmo lánguido de un danzón. Era capaz de cocinar un mole en París sin esperar a nadie a comer. Sobre todo en invierno: el fondo frío del aire, la desaparición de los olores, los días tan cortos, la luz tiritante que se congela borrosa como una vieja fotografía.
Para vencer la tentación de la nostalgia cedía a ella, siguiendo el consejo de Wilde, con un disco de canciones mexicanas y un mole, decidida a pasar un atardecer tranquilo, durante ese viaje que haría a mi antojo, sin las ansiedades de la travesía en avión. De la olla de frijoles se elevaba su aroma envolvente cuando sonaron unos quedos toquidos.
Abrí la puerta y vi a un quincuagenario con un ramo de rosas rojo oscuro. Si era un asesino, salía de una novela de Agatha Christie con su aspecto inocuo de hombre de la calle. Farfulló un “buenas tardes”, se deshizo de las rosas colocándolas en el mueble en que se convirtió mi mano extendida para saludarlo. Lo seguí por el pasillo: inspeccionó de una ojeada la recámara. En la estancia se detuvo a observar paredes, cuadros, sobre todo los cuadros, los techos que eran el paisaje desde un piso veintisiete. Me pregunté, ante su actitud felina, cuándo iba a orinar aquí y allá para marcar su territorio. Luego, se quitó abrigo y sombrero, se sentó en el sofá con el gesto satisfecho del hombre que ha encontrado su lugar en la Tierra. Dejé de ser un mueble para transformarme en buzón cuando, después de hurgar en sus bolsillos, extrajo un sobre que dejó caer en mis piernas. “José Luis te manda eso”, marmoteó, sonrisa socarrón. Mientras leía la carta donde Cuevas me hablaba del pintor que tenía frente a mí, diciéndome que iba a reírme con él, vi transformarse al gato en perro, aletear sus narices, husmear los olores, chasquear la lengua. Creí que iba a ladrar cuando abrió la boca y me dijo: “Soy Armando Morales, de Nicaragua”, y me entregó una tarjeta con su nombre y su puesto de embajador de Nicaragua ante la unesco.
El empleado de banco, de súbito diplomático, se quedó mirándome como si calculara mis posibilidades financieras para otorgarme un préstamo. Para calmar mi irritación, me ocupé de disponer las rosas en un florero. Lo único que me consolaba de esa visita, una broma de José Luis, era la seguridad de que el tipo no venía a pedir alojamiento. No faltaba el primo de la tía del cuñado de una amiga que llegaba a mi casa, como a un hotel, convencido de haber hecho su reservación. Suspiré diciéndome que mi travesía estaba terminada: el buque había llegado a puerto antes de levar anclas.
–Son las hermanitas Aguila, me dijo, aludiendo a las voces que cantaban “Flores negras.”
Armando me daba, a las primeras notas, los nombres de intérprete y de compositor, fecha de creación y, para agregar un picante sabroso, me relataba cuándo oyó por vez primera esa pieza. Conocí, así, canción tras canción, su infancia, su juventud. Los clavos, el bote de pintura, una brocha, un pincel, los carretes de hilo que vendía, chiquillo, luego chamaco, instalado tras el mostrador de la tienda de su padre, mientras canturreaba las canciones que oía en el radio.
Si Cuevas era capaz de imitar voces y gestos de actores y actrices de películas del cine mexicano, Arturo de Córdova, Marga López o Tin Tán, así como de amigos y conocidos, Armando Morales podía reproducir, entonando con exactitud inflexiones y modulaciones, la voz de los cantantes, tenores o contraltos escuchados durante su infancia y juventud.
José Luis me había hecho reír con sus imitaciones de Morales. Armando, quien no las ignoraba, me hizo reír contándome los avatares de Cuevas. Reí aún más cuando, imitándose a sí mismo, representaba anécdotas de su vida. Conocí muchas, una centena, pues Armando se convirtió en visita mensual, los lunes durante cerca de tres años: venía a saborear platillos mexicanos, “como en Nicaragua”, que su deseo contagioso me hacía prepararle y a escuchar las casetes donde mi hermano me reunía verdaderas antologías de boleros, danzones, rumbas y mambos.
Mientras hablábamos, sacaba un bloc donde dibujaba unos cuantos trazos. A veces de mi hombro, mi rodilla, el empeine de mi pie curveado al exceso por el tacón altísimo. Fue raro que me pidiera inmovilizarme en una posición. Lo hizo cuando levanté los brazos para bajar un jarrón. O cuando me agaché para sacar del horno un plato. En alguna de sus telas, exhibidas por la galería Claude Bernard, descubrí en sus opulentas mujeres la línea de mi cadera o de mi hombro, el movimiento de mi cuerpo sin opulencias. Cuando no quise venderle una pintura de Alfonso Domínguez, por una vez sacó su chequera dispuesto a hacer una locura, la copió en su bloc.
“No soy avaro, Vilma, soy codo. Conmigo, no con la familia”, chasqueó la lengua imitándose cuando contaba dólares. “Cuando me vi en el reflejo de la vitrina como un pordiosero, con el saco raído, vi también un abrigo tres cuartos que exhibían. Mil 200 francos. Venía la temporada de baratas. Decidí esperar, visitando cada día mi saco. Ya me veía arropado por él. Bajó a 900. Si esperaba otros quince días, podría tenerlo por 700. Cuando vi este precio, volví a mi casa y conté los dólares. Los cambié a francos. Llegué a la tienda; Mi saco había desaparecido. Entré y pregunté por él. Lo habían vendido: ¡mi saco! No me lo vas a creer: suspiré. De alivio. Pensándolo bien, mi viejo saco parecía nuevo.”
La generosidad de Armando se manifestaba en la exuberancia de la jungla, las mujeres, los lagos profundos y oscuros, la penumbra de Nicaragua que nunca dejó de pintar, de donde jamás salió.
“Mi ideal es vivir cada año cuatro meses en París, cuatro en Managua, cuatro en Londres y cuatro en México. Las cuentas no me salen ni en dólares.”
La hondura de sus lagos, donde se abisma la luz como si, tras largo tiempo de buscarlo, hubiese encontrado su destino, es la de las imágenes que conservo de Armando Morales.
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