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De números y bocas
Una multitud que oscila en un oleaje de aguas oscuras y pesadas en la cuenca de ciudades sordas y ciegas. Un estrépito de bocas sin labios, un amasijo de lenguas blancas y secas. Una muchedumbre de ojos desmedidos en que apenas cabe la luz de su ira y de su azoro. Un tumulto de pies crispados, rodillas exhaustas, manos nudosas, hombros erizados, pómulos hundidos, incoloras marañas de cabellos. Y un olor a sudor cerrado, caliente, viejo. En el fondo de la entraña así se tarda el pensamiento, se coagula la sangre en su desierto, se enreda el paladar en las palabras y las palabras se espesan de silencio. El cuerpo tallado hasta los huesos con la gubia milimétrica de la muerte viva, esa obesa a la orilla y en el centro del país y su violencia de armas y discursos, ubicua como una diosa, única y precisa en cada boca, la boca del hambre y su fuego lento que en el horno de los días hace la nada nuestra de cada día. Una multitud: 52 millones en pobreza. Y en ella, otra: 28 millones en “carencia de acceso a la alimentación”. (Coneval, Informe de evaluación de la política social, 2011.) Así le llaman a la bestia y su mordida, los dientes de sus cifras, los porcentajes y ritmos de los corazones que deshila y las mentes que colapsa, los hígados ajados y las almas supuradas, sobre todo de niños y niñas que son su mayoría. Pero el hambre, tan abundante, es una, minuciosa, personal, siempre de una en una otra vez en cada boca. En México crece 4. 2 millones entre 2008 y 2010; prospera su hongo bajo el clima propicio de guerras, entre políticos de políticas económicas a modo para unos pocos y a gusto con sus edificios públicos suntuosos y sus dudosas estelas de luz. La bestia engorda al amparo de esa sombra. “Qué decir del hambre crónica… Se puede afirmar que existe un hambre que te hace enfermar de hambre. Que añade más hambre a la que ya padeces. El hambre siempre renovada que crece insaciable y salta al interior del hambre eternamente vieja, reprimida con esfuerzo. Cómo vas a correr mundo cuando lo único que sabes decir de ti mismo es que tienes hambre. Cuando no puedes pensar en nada más. El paladar es más grande que la cabeza, una cúpula alta y permeable al ruido que llega hasta el cráneo. […] Una transparencia en el cráneo, como si te hubieras empachado de una luz deslumbrante. Una luz que se contempla ella misma en la boca y se desliza dulzona hasta la campanilla, hasta que se hincha e invade tu cerebro. Hasta que en la cabeza ya no tienes cerebro, sino únicamente el eco del hambre. No existen palabras adecuadas para describir el hambre.” (Herta Müller, Todo lo que tengo lo llevo conmigo.) Pero “el ángel del hambre”, como lo llama Müller, es elocuente; los exilios que engendra son elocuentes. Su lengua atrapa en el aire las polillas, moscas y aves de la muerte. Y a cebolla sabe: “En la cuna del hambre/ mi niño estaba./ Con sangre de cebolla/ se amamantaba./ Pero tu sangre,/ escarchada de azúcar,/ cebolla y hambre.” (Miguel Hernández).
Y al Estado y su clase política, ¿a qué les sabe la boca?
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