Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Depresión
Orlando Ortiz
Soledad de una madre
Takis Sinópoulos
Giordano Bruno en la hoguera
Máximo Simpson
Dos poetas
Ricardo Prieto, un dramaturgo inolvidable
Alejandro Michelena
Ted Hughes, animal y poeta
Anitzel Díaz
Identidad e idioma en el sur de Estados Unidos
Antonio Valle entrevista con Antonio Cortijo
Claudio Magris, académico y cronista
Raúl Olvera
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Corporal
Manuel Stephens
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Verónica Murguía
El catalizador misterioso
Uno de los aspectos más evidentes de la literatura clásica, presente en las comedias, las tragedias, las leyes y las crónicas, es la furia, la auténtica indignación que provocaba en los hombres libres la rebeldía de los esclavos. No había mayor ofensa en el mundo antiguo que ser llamado esclavo, a pesar de que los hombres libres estaban conscientes de que la guerra o la penuria podían privarlos de la libertad.
Privar de la libertad. Estas palabras, que nosotros asociamos con la cárcel o el secuestro, significaban en la antigua Grecia o la Roma clásica la pérdida de cualquier posibilidad de decidir, convertirse en un bien mueble como una silla. El esclavo trabajaba todo el tiempo y el amo apenas le daba lo suficiente para vivir. El amo era dueño de su vida y su muerte. Podía, en Roma, siempre más cruel que Grecia, matar al esclavo sin que ley alguna lo castigara. El testimonio del esclavo en cualquier asunto era válido solamente si se extraía bajo tormento. En Roma, si un esclavo mataba al amo, la ley dictaba que todos los que servían con el asesino debían ser ejecutados con él.
Quizás sólo Sócrates, en todo el mundo clásico, se preguntó acerca de la justicia de este desajuste fundamental: en La República, Platón consigna el diálogo entre el aburrido Glaucón y Sócrates. Glaucón, como Platón y como Aristóteles después, sostiene que hay hombres nacidos para mandar y otros nacidos para obedecer. Describe al tirano como un ser necesario. Al escuchar el insípido retrato de Glaucón, Sócrates responde que hay hombres tan ricos que son como tiranos, pues mandan sobre un gran número de hombres. Pero duda de que esto sea natural. Argumenta que si este hombre rico, dueño de más de cincuenta esclavos, fuera colocado por alguna divinidad en el desierto, con su familia y sus esclavos, pronto se vería en la necesidad de liberarlos, porque su derecho a mandar sobre ellos no es natural. El derecho a mandar existía porque una sociedad entera lo ratificaba.
|
El odio de clase que surgía de este estado de cosas es apenas imaginable. El esclavo odiaba al amo, con toda razón. El amo, a veces explícitamente, como en Esparta, le declaraba la guerra al esclavo. En las comedias de Aristófanes, en las crónicas de los historiadores, en la obra de Columela y de Tito Petronio, por mencionar a dos escritores muy distintos entre sí, la sombra de ese odio opaca todos los colores. El liberto hacía lo indecible por olvidar su origen, mancha que jamás se borraba. La pesadilla del amo era despertar con el cuchillo del esclavo en el cuello. La pesadilla de todos era ser convertido en esclavo.
He pensado esto en los días que corren. Lo que me ha llevado a meditar sobre el odio de clases son la saña, la violencia y la crueldad que atestiguamos día a día. Y creo que uno de los catalizadores de esta saña es el odio de clases. Habrá quien impugne esta observación: se me dirá que en su mayoría son pobres que matan a pobres. Que son muchachos sin educación que un día se encuentran con un arma en la mano y que la usan sin el menor escrúpulo, sicarios que por diez mil pesos mensuales o menos, matan a quien sea y de la forma que sea. Son aquellos que repiten eso de “más vale un año como rey que toda una vida como buey”. Pero esos que acuñaron el lema del rey y el buey son también la porción más oprimida de la sociedad, hijos de la crisis y del desencanto. Lo que los impulsa, al menos en parte, son el deseo de tener dinero y la ira, una cólera ciega que se convierte rápidamente en vileza.
Lejos de mí justificar la conducta de nadie por su sola circunstancia. Creo en la responsabilidad individual. Pero me pregunto si el engaño –y con esto me refiero a la falsedad con la que se conduce el gobierno y la impartición de justicia–, el racismo y el clasismo no tendrán su papel en esta tragedia.
Todos en México sabemos que la justicia es parcial y está al servicio del poderoso. Mucho se promete, nada se cumple y los pobres serán siempre más frágiles que los ricos. Esto divide y crea la idea de que siempre hay un otro y es ese otro quien tiene la culpa.
La idea de la igualdad nos es ajena. Como en la realidad no existe, tengo para mí que deberíamos desearla, vivirla al menos como un anhelo: así, el criminal, ya sea político o narco, encontraría en nuestra postura un activo rechazo. Y tal vez, como el rico socrático, tendría que actuar de otra manera.
|