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Claudio Magris,
académico
y cronista
Raúl Olvera
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Para apreciar a Claudio Magris hay que entender, aunque sea someramente, las características de varias culturas que preñan el genius loci de su patria chica, Trieste, ciudad enclavada en los confines de tres territorios idiomáticos: el latino, el germano y el eslavo. Latino, a doble título, tanto toscano como retorrománico. La historia de esa lengua otrora esparcida más allá y más acá de los Alpes, en los actuales territorios de Suiza, Austria e incluso la Venecia Julia, presenta sus avatares. Conocido como rético, ladino o romanche, en Friuli asume formas bastante definidas. Emparentado de lejos con el catalán, el provenzal, el sardo y el extinto dálmata, el retorrománico –esta parece ser la denominación más neutra y cara a los lingüistas– es de suyo una forma autónoma con incontables variantes regionales.
Trieste, oscilando entre la influencia de Austria e Italia, tan cerca de Eslovenia, llena por otra parte de hebreos y navegantes que arribaban atraídos por la Serenísima –Venecia– es un mosaico de culturas. Magris, uno de los más respetados germanistas en su patria, es también hablante del friulano y, por supuesto, escribe en italiano. Su obra Microcosmi, traducida por el español González Sainz en 1999, apenas dos años después de publicada, es un monumento a la lengua del Dante, cuajada de vocablos germánicos y no sólo eso, sino también eslavos.
Magris narra la historia de su ciudad, sus moradores, su familia, los sitios entrañables de su infancia, la campiña, el contacto con figuras coloridas y adustas, artistas educados las más de las veces en institutos austríacos. Ordnung und Disziplin en medio de un mundo fuertemente dialectal y remoto, incluso prerromano, cuajado de supersticiones y reminiscencias paganas. Pier Paolo Pasolini escribirá sus primeros versos en friulano; su personalísimo modo de acercarse a los dialectos y la antropología cultural. Claudio Magris no llega a tanto; lo suyo es más bien la cultura de frontera. Las mutuas e irrastreables influencias entre germanos y latinos y, al fondo, siempre la nota eslava y algo más. Para narrar o ensayar, que en este autor son una y la misma cosa, Magris hace gala de un estilo maleable, casi imposible de verter con justeza, unas medias tintas entre una prosa evocadora y la propia de un cronista o historiador.
Los largos años de escritura en los periódicos hacen mella en su estilo. Ese gusto por referir acontecimientos que él mismo ha presenciado, sin empacho alguno de no pasar por literato puro. No hay nada más ajeno a él que este prurito –tan nuestro– por distinguir con precisión las fronteras entre los géneros. El deslinde, obra señera de Alfonso Reyes, tanto por sus hondas intuiciones como por su método cuasi fenomenológico, está lejos de agotar las virtualmente infinitas variaciones estilísticas que conoció la prosa a lo largo del siglo XX, particularmente densa y, en ocasiones, descarnada tanto en el mundo germánico como en el eslavo. El concepto de la Mitteleuropa se impone ante todo con sus climas adustos, la fisonomía severa de sus gentes y esa interiorización psicológica de sus personajes.
Un lector que espera tramas claras, decididas, contundentes; colores luminosos, casi tropicales; frases chispeantes y siempre sabias, ha equivocado por completo el rumbo. Magris es un autor que cuesta leer. A caballo entre el académico y el cronista, el esteticista y el historiador, la encendida vena latina y la flema tudesca, jamás estático; cuando uno cree que lo ha atrapado, cambia de tonada y va a otra cosa. El arte literario más que narrar o ensayar, y hacerlo con rigor, es abrir nuevos horizontes a la mirada, considerar, detenerse en esto o en aquello y, al final, sentirse satisfechos por haber compartido una visión, aunque encontrarse también con la imposibilidad de ofrecer pormenores. No hay trama, no hay anécdota, no hay personajes definidos ni redondos, mucho menos nudos dramáticos. Lo que hay es un estilo, no como mera propuesta formal, sino más bien una visión, un atisbo de realidades desconocidas que, de improviso, se tornan familiares.
No es menor la lección que Claudio Magris imparte a sus colegas escritores; en particular a aquellos que viven apartados del concepto, geográfico y cultural, de Centroeuropa. No son los criterios fáciles, sumarios, los que despachan una obra, sino la profundidad del sentimiento ahí plasmado, cualesquiera que fueren los medios a la mano. No hay que legitimar los caminos ni justificarse a través de un género. El espíritu de nuestro tiempo es fundamentalmente híbrido. No un mero pretexto para los simuladores y aquellos que con facilonería pretenden arrogarse los privilegios de la fama. En la ejecución de la obra se prueba el maestro y Claudio Magris, autor de El Danubio, una obra más tendiente a la narrativa –no narrativa sin más–, nos entrega una multitud de universos de apariencia frágil y diminuta, verdaderos microcosmos que como esferas de cristal sostuvieran, pendientes de un hilo, la vida.
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