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Adiós señor Ríos
Hace muchos años tuve la oportunidad de platicar casi una hora con Miguel Ríos (1944), leyenda del rock español. Recuerdo que estaba nervioso, pues era mi primera entrevista en forma. No imaginaba que al paso de la vida me encontraría en la misma situación, en muy distintas geografías, con decenas de músicos y actores a los que admiro. Digamos que fue el debut de algo casi accidental y que no pudo ser mejor. El señor Ríos se mostró culto, apasionado, sensible, simpático y buena persona. Su conversación fue fluida, estuvo llena de anécdotas y supo asociar cuestiones musicales con literatura, contextos culturales y crítica política. Hoy recuerdo ese encuentro –en la cafetería de un hotel de Reforma– con nostalgia, no sólo por su valor iniciático, sino porque ya no lo escucharé cantar en vivo. Acaba de venir a México por última vez, despidiéndose de una carrera ondulante, brillante y entrecortada que iniciara en su natal Granada, a los dieciséis años de edad, cantando en un concurso “You Are My Destiny”, de Paul Anka.
Su historia en nuestro país comenzó, claro, con la reverberación de la “movida” española de los ochenta, ese movimiento de destape que reveló lo que sonaba fronteras adentro. Ríos se sumó a lo que aquí se conoció como “rock en tu idioma” y formó parte del mejor cancionero de la época (no olvidar su mítico concierto en la Plaza de Toros México). Por un lado sonaron piezas propias: “Mientras que el cuerpo aguante”, “Rockanrol bumerang”, “No estás sola” y “Raquel es un burdel”; otras en coautoría: “Bienvenidos” (con T. Gómez) y “El blues del autobús” (con T. Gómez y C. Naera); más otras que llevó a la gloria sin ser de su inspiración: “Ruido de fondo” (S. Auserón), “Sábado a la noche” (Moris), “Todo a pulmón” (A. Lerner) y “Santa Lucía” (R. Narvaja).
Amante del blues, el rock, el jazz, la trova y el movimiento argentino, a Miguel Ríos podríamos acercarlo a las órbitas de Jaime López, Charly García, Elvis, Serrat y Sinatra, pero a la vez tendríamos que mantenerlo en la suya propia, pues generó un discurso original sin miedo a “robar”, a dejarse “influenciar”, a ser vulnerable frente a otras palabras importantes. Es así que en un concierto suyo se podían escuchar, además del repertorio personal, composiciones como “No voy en tren” (C. García), “Penélope” (J. M. Serrat), “Mack the Knife” (K. Weill, B. Brecht), “What’d I Say” (R. Charles), “Fever” (Davenport-Cooley) o “Rock de la cárcel” (Lieber-Stoller); himnos de la noche, guiños al lado oscuro de las cosas en el que navegó Miguel Ríos sin jamás ahogar su luz. Definitivamente lo vamos a extrañar.
Algunos podrían pensar que exageramos, que no se le puede comparar con otros “más grandes”. Anticipando diatribas diremos que desde aquel primer encuentro hace quince años, cuando Ríos ya celebraba treinta y cinco de carrera, su trabajo ha sido ejemplo de lo contrario a lo que hoy prolifera: “el aburguesamiento del rock”, como dijera en propias palabras durante sus últimas presentaciones, como la del Auditorio Nacional, lugar a donde volvió recientemente para la premiación de las Lunas. Entonces cantó “Todo a pulmón” acompañado por un piano, cuya imagen fue suficiente para borrar lo ocurrido con Mijares y otros remedos que siempre se las arreglan para pasar las pruebas de panzazo sin mancharse los zapatos.
Cantando con categoría la letra de Lerner, el español dio un nuevo significado a esas palabras que hemos escuchado hasta el hartazgo: “Qué difícil se me hace/ mantenerme en este viaje,/ sin saber a dónde voy en realidad./ Si es de ida o de vuelta,/ si el furgón es la primera,/ si volver es una forma de llegar”, pues son pocos los que pueden cantar con autoridad ciertas frases. El caso es que al final de su presentación, Miguel Ríos se acercó caminando por un pasillo de camerinos y pude verlo a los ojos, nuevamente. A sus sesenta y siete años está en excelente forma. De hecho, cuesta trabajo creer que este hombre haya pasado por tanto rock and roll, de ése de carretera y malas pagas, de ése de compromisos y sueños. Él me miró también. Se acercó. Me tendió la mano. O me confundió o se conmovió con mi cara de respeto y sorpresa. Hace mucho que no pongo sus discos, es verdad, hace mucho que no pienso en él; hace mucho que no reconstruyo las noches en que, tocando covers me perdía entre los versos de “Santa Lucía.” Pero en ese momento, despidiéndome de él, todo vino a la cabeza de golpe para resolverse en una frase que a pocos se les puede decir: “Adiós y gracias por todo.” Él sonrió y se alejó tranquilo, fuerte, seguro. Cómo no serlo tras cincuenta años en el escenario rompiéndose la madre. Un verdadero “aliado de la noche”, “hijo del rock and roll”.
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