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DEPRESIÓN
Orlando Ortiz
Sin necesidad de verme en el espejo sé que una rabia sin fondo escarba y, bermeja, vibra más allá de lo que pensaba escribir.
A propósito de –o mejor dicho, sin intención lacerante sino como exabrupto y destino–. Una rabia infundada ahora pero amplia, infinita y tenaz al desgarrar mis ideas escasas y el fondo luminoso –gris de amanecer lluvioso en la soleada noche–.
Una amorosa rabia de fracasos y haber querido crece subterránea por mis crepusculares dedos y se hace braille de apagados tonos, se hace un querer de nuevo y desde ahora y siempre –aunque aguarde el destino mondo–. Una rubicunda rabia me seduce desde el verde pecho –páramo sincrético y críptica desolación aceda–, se ofrece como agostadero a núbiles proyectos de abortos consumados a golpe de recuerdos. Frustraciones. Insomnio. Apatía, un ya no querer ni soñar, sólo odiar.
Una rabia adormecida en el convoy del Metro calla las nutricias nostalgias y vibrátiles horizontes, necios afluentes imprevistos de mi solacidad –bizarro fruto de la salaz soledad–. Una rabiosa rabia se me esconde furtiva y dulce. Una dócil rabia, recipiente de conductas ancestrales. Una simple rabia de lastrante espesor y cenicientas imágenes despeñándose ahítas por la pena. Una rabia, sin espejos ni jirones, feliz respira la posibilidad de reventar su plastipak sonoramente y herir el tiempo y los presentes tan vacíos –tan desgalichados y consuntivos–. Una simple rabia pequeñita y tímida asoma sus ojillos de chimuelo roedor aterrorizado, y susurrante casi me pide permiso para ir en busca de mejores tiempos –partido y causa y autor–. Le doy mi bendición y la miro partir sin gracia en un desangelado taxi ecológico.
¿Por qué es tan miserable mi maldita rabia y tan incapaz de ser lo que es?: una rabia en el fondo sin rabia, sino lacrimosa, adolorida y con deseos de estar muerta.
Sin embargo, el vacío medra sigiloso y ahonda la saciedad de cansancios infinitos.
Remotas, abundantes y vagas figuras, como aristas que van más allá de sus filos y son espacio para mi cansancio sin bordes.
Furgones de tristeza que por los azules rieles suben al cataclismo de memorias y atávicas codificaciones conque, sinque, aunque malgastando mundos pálidamente vivos.
Son como vinos de paladar texturoso sobre un lienzo sin bastidor, como linderos sulfurosos me atan a esta saudade insana y anterior y presente siempre, al cambiar mis calcetines por diarios añosos, pensaría yo, cuando los hechos me han ido despojando sin ira pero rabiosamente dirigidos en su saturnal acaecer hacia todos aquellos como yo y nosotros.
Otra vez tener que iniciar una meticulosa vuelta al futuro –ajeno ya a los sueños de hace décadas, a color, en vivo y con todo el aliento que hoy me niega sus mercedes. Apenas distingue que hace días enrocóse cavernario, en mi pecho, el hueco más lleno de vacío que jamás pude haber imaginado.
Un vacío tan hueco y de suyo tan mío, que lo desconozco.
Sabia prescripción –diría– si aún me alcanzara la voz para graznar mi desdicha y zurear el casi infantil asombro que me provoca ir descubriendo la vida cuando, convencido, voy absorbiendo la muerte.
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