Miro el aire, la luz que me sustenta,
mientras Giordano Bruno muerde
la incendiaria manzana del Edén,
y pule sus cristales,
y mira hacia lo alto,
y dice sí,
hay infinitos mundos,
hay mundos infinitos,
todo es uno.
Miro el fuego, secreto fruto de la tierra,
tal vez dádiva divina:
miro el pasado eterno, el instante fugaz,
el sonámbulo sol del pensamiento,
mientras Giordano arde con los ojos desnudos,
con el alma sedienta,
y los jueces le brindan
la pócima irascible de su amor,
el zumo del versículo raído,
el áspero jarabe de la salvación,
y lejos está el cielo.
En el Campo de Flores,
un diecisiete de febrero
eterno y uno,
aún Giordano canta
la canción del Saber,
se asoma entre cenizas.
Cantando, desmedido,
Giordano Bruno acrece su densidad terrestre,
su pequeñez inmensa entre los astros fríos.
Y lejos está el cielo,
muy lejos el Edén,
y qué cerca las llamas
donde Bruno reverencia al Creador,
lo funda con su aliento.
Despertador de espíritus dormidos,
Giordano arde aún
bajo las lluvias,
bajo todos los soles que son uno,
y su alabanza a Dios de doble filo
corroe los altares,
y así ofrenda verdades malheridas,
su luz desesperada,
el ancho mar de sus deslumbramientos,
a la mota de polvo que anda y piensa.
Entre corderos que trascienden
y la suave inmanencia de las brumas
está siempre la hoguera,
y en ella habla la voz,
la voz humana
que es la parte y el todo,
el sí y el no,
el inmenso exabrupto del hereje.
(Y el hereje predica
lo que han visto sus ojos,
lo que aún ve su cabeza
gozosa entre las llamas). |