Portada
Presentación
El bautizo de un libro
Leandro Arellano
Aquellos ojos brujos
Esther Andradi entrevista
con Cornelia Naumann
El Che: la perduración
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Las posibilidades
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Gustavo Ogarrio
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Francisco Noriega
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José María Espinasa
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ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
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Verónica Murguía
El ruso volador
Hace unos días compré en un sitio de internet una liga ancha para entrenar los dedos de los pies; un extensor de piernas que parece un aparato de tortura y que funciona abriendo los muslos hasta el límite; unas botitas de plástico forradas con franela térmica y un rodillo para aliviar la fascitis plantar. Nada de eso es para mí. Todo esto es para una amiga bailarina, pero los del sitio no lo saben e inundaron mi correo con sugerencias de libros sobre danza.
Al principio no hice caso. Tenía la intención de escribir sobre el Acuerdo de Asociación Transpacífico y cómo puede acarrear el deterioro de muchos mexicanos, ya que supone un aumento en los precios de las medicinas del cáncer y la diabetes. La diabetes es la segunda causa de muerte en México. Según un estudio del Instituto Nacional de Medicina Genómica, existe una tendencia genética en los mexicanos a desarrollar diabetes, pues ciertos factores metabólicos nos hacen más propensos a esa dolencia. En México, además, hacer ejercicio, una de las formas más seguras y sanas de mantenerse sano, es difícil porque no hay tiempo, ni fuerzas. La mayor parte de la población del df y el Edomex, al menos, emplean tantas horas en ir y venir de sus trabajos que quedan hechos polvo al final del día.
Y en ésas estaba, tratando de articular mis párrafos, cuando leí por encimita el primer capítulo de uno de los libros: Dancer, de Colum McCann, una biografía novelada y coral de Rudolf Nureyev. MacCann emplea una estratagema que pica inmediatamente la curiosidad, pues en las primeras páginas enumera “Lo que fue arrojado al escenario durante su primera temporada en París.” Es un registro aparentemente caótico y muy revelador: paquetes de té ruso, dieciocho pares de calzones de mujer (que olfateaba dramáticamente para regocijo de los tramoyistas), llaves de cuartos de hotel, cartas de amor, polaroids eróticas, una rosa cubierta de oro y vidrio molido, lanzado por comunistas molestos por su huida. Lo del vidrio molido hizo que se suspendiera la función durante veinte minutos.
Viñeta de Juan Gabriel Puga |
Compré la novela. Mi recuerdo infantil de Nureyev eran fotos en el Vanidades: me parecía un señor guapo y alarmante, vestido con trajes de piel de serpiente o botas de ante hasta el muslo. Luego lo olvidé. A mí me tocó la era de Baryshnikov: la cabeza rubia y triste de Petrushka sobre el cuerpo de león, inequívoco, viril y, quizás, menos complicado.
Nureyev nació en 1938 en un tren que iba de Siberia a Vladivostok. Su familia era pobrísima y vivían cerca de una ciudad fabril llamada Ufa. MacCann describe en unas cuantas páginas cuatro inviernos en el frente, durante la guerra. Con un lenguaje sencillo traza un esbozo que logra apabullar al lector: el frío que paralizaba a los soldados cuando usaban las letrinas y los obligaba a defecar sin quitarse el uniforme y cómo nada olía porque todo se congelaba, la orina, la sangre, las lágrimas, el metal de los fusiles que les arrancaba la piel al tocarlo. Los médicos debían llevar las dosis de morfina en las axilas, para que no se congelara. Más adelante, algunos sobrevivientes eran llevados a un hospital: ahí aparece Nureyev por primera vez, cuando una troupe de niños baila para los heridos. El contraste no necesita muchos adjetivos: el niño baila como un potro, sonríe y los soldados mutilados lo vitorean; el hospital sucio, la alegría del sobreviviente; la inocencia del bailarín de seis años que busca los aplausos por primera vez.
Y así, todo el libro: Rusia, la defección, el miedo perenne a la kgb, el triunfo apoteósico con Margot Fonteyn, el amor por Erik Bruhn, la sexualidad voraz, la generosidad sin límites, la crueldad hiriente y descuidada. Y la belleza, esa cabeza pequeña, el tórax plano y ancho, una cintura brevísima, las piernas desmesuradas, los pies convertidos en nudosas raíces. No he dejado de ver sus fotos, ni los videos, tomas borrosas con el ballet Kirov en Rusia, en los que aparece un joven esbelto con cara de gato que incendia todo.
MacCann logra crear el retrato de un vacío, el que Nureyev dejó en Rusia con su ausencia, el que dejó en el corazón de sus amantes, el que dejó en los escenarios, en la danza.
Quizás como en nadie, en Nureyev se responde la pregunta que formuló Yeats en su célebre poema: ¿cómo separar la danza del bailarín? ¿Son, acaso, dos cosas? En Nureyev, al menos, era una e indivisible.
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