Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 25 de octubre de 2015 Num: 1077

Portada

Presentación

El bautizo de un libro
Leandro Arellano

Aquellos ojos brujos
Esther Andradi entrevista
con Cornelia Naumann

El Che: la perduración
del mito

Marco Antonio Campos

Las posibilidades
de la mirada

Gustavo Ogarrio

Rogelio Cuéllar y el rostro de las letras
Francisco Noriega

Los diarios
José María Espinasa

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Ricardo Guzmán Wolfer
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 
 
Gustavo Ogarrio
En el libro Rogelio Cuéllar: el rostro de las letras, el artista retrata a escritores y juega con los dones de las artes y sus sorprendentes azares. La de Cuéllar es una interpretación de las posibilidades visuales del arte personificado y de la literatura.

Para Mina Alejandra Navarro

¿Les diría sencillamente que sus retratos iban a pasar a la historia?
John Berger

¿Cuándo ingresó la literatura mexicana y/o latinoamericana en el registro fotográfico? ¿Cuándo la escritora o el escritor se sintieron enfáticamente “retratados” por su oficio, es decir, en qué momento el campo literario “sucumbió” ante el reino de la imagen fotográfica y de su reproductibilidad técnica, como lo llama Walter Benjamin? Quizá todo empieza en términos contemporáneos en 1969 con Juan Rulfo: es la fotografía más antigua del libro Rogelio Cuéllar: el rostro de las letras. Un fotógrafo de lo público retratando a un fotógrafo hasta cierto punto secreto.

Rogelio Cuéllar y sus “reflexiones” que son imágenes, que son lecturas y que son preguntas, como las que en su momento formuló Carlos Monsiváis: “¿A qué amo sirve este fotógrafo: a la información periodística, a ese imponderable llamado ‘fotografía artística’, a la denuncia política, al intenso gusto personal por el hallazgo de formas caprichosas o por la seducción de formas insólitas?” Monsiváis también había llamado la atención sobre la “desdramatización” de las fotografías de Cuéllar y sobre la triple vocación de sus imágenes: realistas, artísticas y denunciativas. Quizá por esto mismo los retratos de escritoras y escritores de Cuéllar son tan artísticamente directos, pero nunca despojados de una sutil politización, y toda su obra se aleja a paso firme de la ingenuidad o candidez de la imagen como paradoja: su enigma no se encuentra en las posibilidades infinitas de ser interpretada, más bien debe su fuerza a la sencillez brutal de lo real, a lo concreto sin drama, al rostro sin concesiones como punto de partida, como afirma Laura González Flores: “Cuéllar rompe todas las reglas del reconocimiento, de la identificación, para elegir, en cambio, imágenes que convocan la fuerza de la presencia.”

Rogelio Cuéllar, el “fotógrafo callejero” que dirige su lente a la literatura pero también al erotismo, a su propia versión de las artes y que llega hasta pintores y escultores. La diversidad de puntos de vista para fotografiar de Cuéllar merecería un análisis que no debe perder de vista su unidad: luz y sombra que ordenan los “cuerpos naturales” que huyen del modelaje para recuperar la belleza de todos los cuerpos, retratos que también son paisajes figurativos de obras literarias, ampliaciones de lo que se lee, autores que son captados en escenarios cuya línea visual es también esa articulación entre luz y sombra, entre sutiles líneas de fuerza, volúmenes con “ritmo visual” y obras artísticas que nos miran desde sus protagonistas.

Desde su libro de fotografía erótica La imagen absoluta del mundo, pasando por Reflexiones y hasta llegar a su más reciente reunión de retratos Rogelio Cuéllar: el rostro de las letras, el fotógrafo escapa de la rigidez, elude la retórica de la inmediatez como fundamento del mundo visual contemporáneo y juega hasta sus últimas consecuencias con los dones de las artes y sus sorprendentes azares, como en ese par de fotografías lúdicas: Elena Garro entre mujeres de cuadro, entre miradas furtivas que la suman a una composición visual más amplia; Augusto Monterroso y ese animal casi feroz y colmilludo sobre su cabeza, como el aura de fantasía que surge de un escritor abiertamente antisolemne.

Cuéllar no sólo es aquel que se especializa en una forma de mirar la literatura a través del retrato paradigmático de sus creadores: lee las obras, las interpreta como condición de posibilidad de la imagen misma, contextualiza los rostros y los ademanes, los gestos y las suaves sonrisas, la seriedad y las metáforas; todo esto cabe en ese claroscuro en el que la escritora o el escritor en turno amplían el marco de referencia visual de su misma obra. Adolfo Bioy Casares: el calamar que optó por la ficción retratado en su sueño de invenciones, los ojos elevados que se anticipan a la eternidad o a la fugacidad de las imágenes, el autor de la obra maestra La invención de Morel captado por Cuéllar en la metafísica concreta de su visita a México en 1991, en el Palacio de Bellas Artes. Nicanor Parra y su mano firme en la antipoesía que al mismo tiempo recupera para los latinoamericanos la descarnada ironía de la vida cotidiana, “los vicios del mundo moderno”: “Los delincuentes modernos/ están autorizados para concurrir diariamente a parques y jardines… el mundo moderno es una gran cloaca.”

Más que una certeza visual de una escritora o escritor determinado, las fotografías de Rogelio Cuéllar pueden ser entendidas como huellas de esa infinita articulación entre el texto escrito y las posibilidades figurativas de su autor. Aprovechan esa frontera movediza entre la imaginación de los lectores, la obra mil veces leída o apenas conocida, y el literato captado en la profundidad gestual o en la sonrisa desacralizadora o en el ademán paradigmático. Cuéllar no es un fotógrafo de “esencias”, pese a que sus retratos se consoliden como referentes obligados en la historia cultural de la literatura mexicana y latinoamericana del siglo xx, es un narrador visual de las posibilidades fotográficas: ahí está José Revueltas con el cigarro en la mano y la ceniza apuntando hacia el infinito de la Historia, la boquilla que dirige la sinfonía marxista del rostro cálido de un escritor plutónico; ahí está la mirada severa y enigmática de Juan Rulfo, en su sencillez de traje oscuro con corbata sobria y la complejidad del que dice más callando, como un murmullo; Borges orinando en los mingitorios repetidos como un juego de espejos en San Idelfonso y el “duende” Cuéllar haciendo travesuras con la cámara; María Luisa Puga antes del dolor, en el mundo circular de su corte de príncipe valiente y su expresión que anuncia el derrumbe de la ternura; Julio Cortázar en la Hacienda Cocoyoc, con su puro en la mano izquierda que lo petrifica en la textura áspera de un árbol como medusa y en la blancura de su guayabera, que también combaten en ritmo visual contra la mirada implacable del autor de Rayuela; la eucaristía íntima de Efraín Huerta, los rituales de un cocodrilo fumador bajo un escándalo de luz; Rosario Castellanos del otro lado del cristal, con su llamarada solemne de cabellos contenidos en pleno ascenso de sombras, la mirada última de las tinieblas.


Fotos: Francisco García Noriega

¿Qué es una fotografía cuando está de por medio también una definición de la literatura? Cuéllar no sólo retrata la vida cultural de México en la segunda mitad del siglo xx a través de sus escritores, de sus poetas y narradores, de sus dramaturgos, de sus pintores y es-cultores, de los cuerpos de sus amigas y amigos, la de Cuéllar es también una interpretación de las posibilidades visuales del arte personificado y de la literatura. Cuéllar se apropia de ese espacio tan amplio como indefinido que es la figura de los que escriben, democratiza con su lente el atrevimiento que todo lector debe ejercer con los autores y las obras literarias; leer y fotografiar se afirman en Cuéllar como actos temerarios en su producción de sentido: la literatura y la fotografía transfiguran artísticamente lo real.

La obra de Rogelio Cuéllar nos lleva también a preguntarnos indirectamente, sobre la acción de la fotografía en nosotros, sobre la interpretación fotográfica de la literatura pero también del erotismo y de la misma vida cotidiana. En Rogelio Cuéllar, la fotografía actúa sobre quien la contempla con todo su poder evocativo, bajo el imperativo de esa unidad que se da entre el retrato de un escritor y su obra, entre la realidad y su inaprensible condición humana. De alguna manera, Cuéllar registra tanto la empatía entre texto y autor como el contraste entre retrato y personalidad. La idea de lo literario se diversifica en la heterogeneidad de las y los retratados: desde una Enriqueta Ochoa solitaria en su fortaleza de Electra hallada en el Parque México, sombras arbóreas con banca inmensa y farol sin rabia, hasta la hoguera sitiada en la silla de ruedas de un García Ponce; desde la melancolía libresca de Daniel Sada, hasta las hojas voladoras y devastadas del cuadrículo escondite de María Rivera.

Un juego de intimidades entre fotografía, obra y autor. Rogelio Cuéllar: geometrías de luz pero también de sombras, deslizamiento hacia los objetos –cuadros, mesas, arboles, bancas, bibliotecas, jardines, parques– pero, sobre todo, hacia los rostros que son poemas, cuentos, novelas, que son alegrías fugaces como la de Juan Vicente Melo tocando el piano de su máquina de escribir; que son intimidad descomunal entre el jovencísimo José Agustín y su esposa Margarita Dalton, erotismo de mirada indirecta; que son mordeduras de sentido lunar como la contemplación de Rocío González.

¿Qué les dirá Rogelio Cuéllar a sus retratados antes de la foto? ¿Lo mismo que consigna John Berger en relación a las fotografías de August Sander y su ambicioso proyecto, interrumpido por el nazismo, titulado “El hombre del siglo xx”?: “¿Y cuando se refería a la historia lo hacía de tal modo que su vanidad y su vergüenza se desvanecían, de forma que miran a la lente y, utilizando un extraño tiempo verbal histórico, se dicen a sí mismos: Así era yo?”