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Ayotzinapa
En el número 1044 de este suplemento, esta columna llevó por título el hashtag #NosFaltan43, en la que se abordó el documental Un día en Ayotzinapa 43, dirigido por Rafael Rangel, en ese momento el primer trabajo cinematográfico exhibido que tuviera como tema (¿cómo definir aquí el tema con absoluta pertinencia, sin excesos pero sin elusiones u omisiones?: ¿acontecimientos?, ¿sucesos?, ¿hechos lamentables?, ¿delitos?, ¿tragedia?, ¿excesos gubernamentales?, ¿colusión de autoridades de uno o más niveles con personeros del crimen organizado?, ¿violación de derechos humanos y, en este caso, violación fortuita, casuística, o todo lo contrario, sistemática de tales derechos?, ¿crimen de Estado?), en fin, que tuviera como tema Ayotzinapa, así a secas.
Posteriormente fue presentado el documental Ayotzinapa. Crónica de un crimen de Estado, de Xavier Robles, cuyo título no deja lugar a dudas respecto de la opinión, la postura y, en este caso, también la denuncia que el realizador hace, a través de su trabajo fílmico precisamente, de lo que considera un acto criminal perpetrado por el Estado mexicano, en el que intervinieron elementos de los niveles de gobierno municipal, estatal y federal. A mayor abundamiento, el propio director y Guadalupe Ortega, productora, el día del estreno en la Cineteca Nacional presentaron su trabajo con estas palabras: la cinta “es un testimonial de la desaparición forzada de los 43 estudiantes normalistas, que pone al descubierto la complicidad criminal que hay entre las autoridades policíacas y militares, así como entre la élite política y económica de México, que parecieran ser fuerzas distintas, pero que responden a un mismo interés”. El documental tiene como eje las declaraciones de quienes sobrevivieron aquella noche igualteca del 26 al 27 de septiembre, así como de familiares de los estudiantes, complementadas con las palabras, entre otros, de los analistas políticos y periodistas José Reveles y Luis Hernández Navarro.
La ficción “documental”
A ese par de propuestas cinematográficas se suma La noche de Iguala, dirigido por Raúl Quintanilla, director del Centro de Formación Actoral de tv Azteca que en su currículum ostenta la producción de cuatro series televisivas y una película titulada Mar de fondo (2012), a propósito de la cual Quintanilla declaró algo que, años después, cobra relevancia de cara a su trabajo reciente: aquel filme de hace tres años pretende contar la “historia real” de un naufragio y sobrevivencia heroica, pero “no es un documental que narra la historia tal como fue. El guión se planteó con el suceso que se vivió a través de la ficción, enriquecido dramáticamente por posibles conflictos”.
Con independencia de la más bien deliberadamente vaga y elusiva definición de “documental” en la que se ha escudado el realizador, pero sobre todo el autor de la “investigación” en la que se basa La noche de Iguala, Jorge Fernández Meléndez –otro empleado de tv Azteca que cobra como conductor del programa Todo personal–, esa añeja declaración de Quintanilla aplica perfectamente a esta última producción, puesto que, para circunscribirse a términos estrictamente cinematográficos, un documental no puede radicar su planteamiento central ni tampoco su capacidad de generar convicción a favor de su postura ¡en recreaciones!, que es una de las dos gigantescas dolencias que aquejan a este filme. Por si Perogrullo no lo sabe o lo ha olvidado, por mucho que forme parte de un documental, una recreación es ficción pura y dura, sin vuelta de hoja.
La otra y enormísima falencia de La noche de Iguala no es de orden cinematográfico sino decididamente legal, y se debe a que su contenido, tanto documentalista como ficcional, es violatorio de la Ley General de Víctimas, que dice a la letra: “ninguna autoridad o particular podrá especular públicamente sobre la pertenencia de las víctimas al crimen organizado o su vinculación con alguna actividad delictiva. La estigmatización, el prejuicio y las consideraciones de tipo subjetivo deberán evitarse”. Y por si Perogrullo también lo ignora, los crímenes de Ayotzinapa no son un caso cerrado, por lo que las insinuaciones, alusiones y afirmaciones palmarias unas, más o menos veladas otras, de La noche de Iguala, constituyen un delito en sí, por el cual sus hacedores –y este ponepuntos ignora si también sus distribuidores y exhibidores–, pueden y deberían ser legalmente demandados en un tribunal.
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