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En los últimos años, diversas circunstancias han hecho que el género de los diarios o cuadernos de escritores tengan un cierto auge que, afortunadamente, aún no se puede calificar de moda. Lo primero en este cambio fue el ya anunciado desde hace años Diario, de Alfonso Reyes, que aunque todavía en proceso de publicación, ya es una realidad. Si bien el texto es decepcionante para el lector común, es oro molido para los investigadores. Reyes, además de su extensa obra y su infinito epistolario, se dio tiempo también para llevar un diario, libro de actas biográfico, reverso de la a veces aséptica vida literaria de la correspondencia, depositario de chismes e incluso maledicencias. No parece, insisto, tener en una primera aproximación un valor literario importante.
El segundo momento (o tal vez el verdadero arranque del auge) fue la publicación por entregas en la revista Letras Libres de fragmentos del Diario, de Salvador Elizondo, que llamaron la atención, se habló incluso de una posible edición de lujo, pues parte de su valor son los dibujos y pinturas que acompañan al texto. Esa edición no se ha llevado a cabo hasta ahora, y el diario, publicado en la revista, se volvió ya célebre, entre otras cosas porque Elizondo es uno de los referentes centrales actuales de la generación de La Casa del Lago para los nuevos escritores (ejemplo de ello: mientras escribo esto se inaugura en el Palacio de Bellas Artes una exposición sobre Farabeuf para celebrar los cincuenta años de su publicación), en tanto que, por ejemplo, Juan García Ponce, que fue esencial para los de mi edad, ahora es poco leído. Una de las razones para ese desplazamiento es el experimentalismo “clásico” del autor de Farabeuf, que además, por lo que se conoce de las páginas de su Diario, sobrevuela esa práctica autobiográfica.
A ello se suma el que de esa generación ni Inés Arredondo ni Juan Vicente Melo ni el propio García Ponce escribieron diarios o, en todo caso, no se ha hablado de ellos. No sabemos si los llevan realmente José de la Colina, Sergio Pitol, Elena Poniatowska y Margo Glantz, aunque en todos ellos la memoria es un elemento fundamental. A su vez la generación del ʼ68 usa la forma diarística con una enorme libertad –Héctor Manjarrez, Hugo Hiriart, Esther Seligson. En todo caso, los diarios de Elizondo, más que los de Reyes, volvieron a poner sobre la mesa la validez del lugar común de que en español no se escriben buenos diarios de fuste literario, y menos en México.
En el número de agosto de 2015 de la revista Letras Libres se publica la primicia de unos Diarios, se habla en la nota introductoria de mil páginas, de Alejandro Rossi, arropado por textos de Eduardo Huchín Sosa, sobre los de Reyes, de Teddy López Mills sobre la forma en que se leen y de Christopher Domínguez Michael sobre Paul Léautaud, un clásico francés del género. El propio Christopher ha contribuido a este renacer del diario como género al hacer, en los últimos capítulos de su libro sobre Octavio Paz, de su diario personal la “fuente” de sus interpretaciones.
Véase que Reyes, Rossi, Elizondo y el propio Domínguez parecen autores idóneos para llevar un diario. Rossi por la gracia de su prosa y el ingenio de su Manual del distraído y por la densidad de su novela, ya de por sí memoriosa, Edén, Vida imaginada. Elizondo por su cercanía con la escritura fragmentaria y Domínguez por haberse ocupado de ese género desde un punto de vista teórico. De Reyes el Diario era una asignatura pendiente, pues se sabía de su existencia, por la selección que ya se conocía, y por lo que se sabía de la extensión de lo que permanecía inédito, y entre más tiempo pasaba más expectativa creaba.
El panorama se completa con los tres tomos de El tiempo en los brazos, los cuadernos de trabajo de Tomás Segovia, de los hasta ahora mencionados el más importante literariamente y denso intelectualmente. No deja de ser sintomático que El tiempo en los brazos, cuyos tomos segundo y tercero fueron publicados después del fallecimiento del autor, no haya recibido la atención que merece. No ocurre así con su poesía (en este mismo número 200 ya mencionado hay una espléndida nota de Carmen Boullosa).
En todo caso es evidente que se asiste en México a un momento importante en que ese tipo de escritura, adscrita a lo que los franceses llaman las escrituras del yo, surge o resurge. El hecho ya había ocurrido antes en Argentina y España, pero si bien pienso que en esos países se debió a una búsqueda literaria, en México se debe más bien a un hecho biológico: la muerte en un lapso relativamente breve de Elizondo, Segovia y Rossi y la aparición de sus diarios ante el público. De ellos sólo el segundo había dado a la imprenta el primer tomo de El tiempo en los brazos, aunque el primero había hecho público que llevaba un diario.
Aun así son pocos. En el mismo lapso fallecieron Rubén Bonifaz Nuño, Álvaro Mutis, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Federico Campbell (que había publicado en vida su extraordinario Post scriptum triste) y Vicente Leñero. No se ha hablado de que haya diarios inéditos de ellos, pero puede haber sorpresas, como los de Rossi. Y todo ello nos lleva a la pregunta fundamental: ¿es el diario parte de la obra, son obra en sí mismos? En el epígrafe que Huchim pone a su texto Reyes responde a la pregunta: “No, mi obra no es el Diario.” Y tenía razón. Pero la respuesta no es igual para todo escritor. Hay algunos en los que el diario es el género preciso –cito entre los franceses a Valéry, a Gide, a Charles du Bos y, en otras lenguas, a Virginia Woolf, Franz Kafka, Cesare Pavese– y su importancia acaba incluso si no devorando a sus obras mayores, sí rivalizando con ellas. No creo que esto suceda en el caso de los diaristas mexicanos mencionados, pero sí que dichos diarios serán en el futuro piezas claves para leer e interpretar su obra.
*Miembro Artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
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