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El recado
A Hugo Gutiérrez Vega in memoriam siempre
La última palabra resonó en el aire. Luego una pausa cimera de silencio y se apagaron las luces. De la otra oscuridad se desprendió de pronto el tumulto de las voces de entusiasmo, los aplausos y las risas. Se encendieron las luces y aparecieron los actores y actrices en fila frente al público, sonrientes, sudorosos y a la orilla ya de sus atuendos de carácter. Vinieron los saludos, las caravanas y las flores, y se derramó por todos lados la tensión del escenario, la trémula verdad que el teatro deja suspendida en la conciencia y el espacio. El tiempo de afuera, el que siempre ronda y se agazapa detrás de bambalinas, el que abre las puertas laterales de salida y desconcierta la penumbra, fue bajando sus telones, rehaciendo sus horarios y anulando sus permisos. Despacio, reticentes y ruidosos, los actores se fueron a sus camerinos y el escenario de esa noche al fin quedó en silencio, quieto y solo. Y quieto y solo, maquillado aún y con vestuario, un actor se miraba ante las luces de su espejo. Su personaje aún latía su propio corazón y en ese umbral de aliento el actor lo dejaba ser y lo pensaba, con un gozo de criatura sorprendida y un sutil dolor de hombre ya maduro. Desde ahí hizo una última pose y un gesto más, uno grande y elocuente, adrede burlesco y desmedido. Luego sonrió satisfecho y resignado. Tenía ese humor y esa inteligencia; esa íntima ironía de saberse tantos y apenas sólo uno. “Los mil cuerpos del viento y uno del hombre”, se dijo con un recuerdo que habría de tener años después de un poeta querido y admirado en el Egeo. Empezó a quitarse el maquillaje. Poco a poco ante el espejo su rostro aparecía de nuevo, el abierto y generoso de un señor que se sabía encandilado por los días que eran, fueron y serían su vocación natural a la voz y la justicia de las gentes y las cosas, con su amistad confiada y alegre, su múltiple escritura de plena y rigurosa transparencia, y su sabia y amplísima memoria; dueño de dos trajes, diez pañuelos y una casa viva que de vez en cuando se ponía en desorden y se echaba a los caminos, los que así lo habían llevado a varias lenguas y siempre con fortuna también lo habían devuelto al silencio fértil del principio. Se detuvo a mirar su rostro a medias maquillado, el torpe relieve de las prendas lejos de la escena, la media noche en la pequeña habitación y un cansancio que le subía por las manos a los ojos. Sabía que no era la primera vez, pero también que así sería la última. Terminó de quitarse el maquillaje y se cambió la ropa. Antes de salir, del bolsillo interno de su gabán sacó un sobre blanco y lo dejó junto al espejo. Como cualquier otro, el momento fue propicio desde entonces para dejarnos el calor de su recado: “Esta carta aparece al lado del espejo./ Se reflejan los símbolos usuales/ y una guirnalda rota/ se enrosca en las paredes. / ‘No soy el primer hombre que va a morir’,/ y sin embargo sobrecoge/ este fracaso natural./ Hay que cubrir el papel/ con la dignidad de un cómico viejo,/ hacer el mutis sin aspavientos/ para no robarnos la escena;/ pedir que no nos sobrevenga/ el sentimiento de dejar huérfano al mundo;/ evitar las declaraciones finales,/ los testamentos sacros,/ la efusión de la moralina/ y la escena de ‘la muerte del justo’./ Irse como todos los seres humildes/ y pequeños de la naturaleza:/ los perros callejeros,/ las flores silvestres/ y los elegantes paquidermos/ que se ocultan en el bosque./ Tal vez una mueca ante el dolor;/ todo debe recordar al cine mudo/ y homenajear en silencio/ a Buster Keaton.” (“El juicio”, xx, Meridiano 8-0, Hugo Gutiérrez Vega.)
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