Portada
Presentación
Hugo
Ricardo Yáñez
Sueño y realidad
Aleyda Aguirre Rodríguez
Berlín a fuego lento
Esther Andradi
Borodinó, Zagorsk
y María Mercedes
Carranza
Jorge Bustamante García
La suerte de los libros
Leandro Arellano
Guillermo Jiménez, un
narrador de provincia
Hiram Ruvalcaba
Juan Manuel Roca: la
extrañeza y la lucidez
José Ángel Leyva
Grecia, una
crisis anunciada
Mariana Domínguez Batis
Théodore Géricault y
la otra mitad del otro
Andrea Tirado
Leer
ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
La lucha
Thanasis Kostavaras
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar
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Qué aire de familia tenía, proyectaba, se percibía en el poeta; qué aire, en más de un cierto modo, de bendición. Supongo que internamente sonreía de contradecir –cual sin querer queriendo– al rumano Cioran (y lo rumano no le era ajeno), para quien conocer a un poeta significaba una maldición.
Cual sin querer queriendo, desde una clara bondad que no excluía la travesura cómplice, el límpido divertimiento con el relato social, las lágrimas no por sino con la poesía (me honró alguna vez llamándome “compañero de lágrimas”), comprometido noblemente –y como sin querer– con el teatro, el periodismo, la diplomacia, el magisterio, todo lo resolvía con una seriedad que atemperadamente irradiaba lirismo (un principio de juego que es principio de fuego), su mejor –pero él en todo era de lo mejor– guía.
¿Es posible dejar en herencia la gracia?
No digno de ella, agradecido le abro un espacio en mí –porque la gracia lleva (y Hugo bien lo sabía) a la siempre improbable, siempre comprobable felicidad.
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