Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 11 de octubre de 2015 Num: 1075

Portada

Presentación

Hugo
Ricardo Yáñez

Sueño y realidad
Aleyda Aguirre Rodríguez

Berlín a fuego lento
Esther Andradi

Borodinó, Zagorsk
y María Mercedes
Carranza

Jorge Bustamante García

La suerte de los libros
Leandro Arellano

Guillermo Jiménez, un
narrador de provincia

Hiram Ruvalcaba

Juan Manuel Roca: la
extrañeza y la lucidez

José Ángel Leyva

Grecia, una
crisis anunciada

Mariana Domínguez Batis

Théodore Géricault y
la otra mitad del otro

Andrea Tirado

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
La lucha
Thanasis Kostavaras
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 
 
Mercedes a los 18 años

Jorge Bustamante García

Una joya desangrada de Colombia.
Carranza fue poetisa y periodista nacida en Bogotá. 

En la adolescencia me parecía que para ser poeta había que estar muerto: sólo los poetas muertos tenían el poder de la palabra. Mi padre hablaba de Bécquer, del Tuerto López, de Rubén Darío: todos muertos. El profesor que nos daba literatura disertaba sobre Guillermo Valencia, Espronceda o José Martí: todos muertos. Mi amigo el flaco Speaker predicaba a Unamuno, a Cervantes, a Barba Jacob: todos muertos. Era como si a los que vivían y escribían había que esperar que murieran para sentirlos poetas. Cuando llegué a Rusia sucedía igual: los poetas eran Pushkin, Lérmontov, Maiakovski, Esenin: todos muertos. Los que estaban vivos en los años setenta apenas se estaban construyendo. Había que esperar para sentirlos poetas, aunque algunos fueran realmente extraordinarios. En el curso de esos años moscovitas vi algunos de carne y hueso desde lejos. Poetas latinoamericanos que visitaban la URSS y que daban charlas y recitales a la comunidad latina. De lejos vi y escuché al cubano Eliseo Diego, a los colombianos Luis Vidales y Enrique Buenaventura, al nicaragüense Ernesto Cardenal. Eliseo Diego nos leyó en la Biblioteca de Lenguas Extranjeras, además de sus poemas, sus traducciones de Esenin, que realizó con ayuda de una traductora. Ella hacía la traducción literal de los textos de Esenin y Eliseo Diego les daba forma poética en español. El experimento a veces se sostenía, a veces no. En otra ocasión Luis Vidales, toda una referencia en la lírica colombiana desde la publicación de su primer libro Suenan timbres, nos dio en el auditorio de la universidad una interesante charla sobre la poesía colombiana. Otro día Ernesto Cardenal habló de Solentiname y la lucha de liberación contra la dictadura somocista en su país; nos leyó, casi levitando, parte de su Canto nacional y su emblemática Oración por Marilyn Monroe con voz pausada y cadenciosa: “Ella soñó cuando niña que estaba desnuda en una iglesia (según cuenta el Times)/ ante una multitud postrada, con las cabezas en el suelo/ y tenía que caminar en puntillas para no pisar las cabezas.”

A la poeta colombiana María Mercedes Carranza la conocí en marzo del ’76, cuando ya el invierno moscovita daba sus últimos aletazos de agonía. Llegó con una delegación de sindicalistas, asambleístas y artistas de algunos departamentos colombianos. Vestía siempre un sombrero redondo de paño, bufanda y un abrigo oscuro. Pobrecita, era una verdadera rara avis entre ese grupo rudo de machos arribistas, burleteros y mamagallistas, bromistas pues, al cual más. Noté que ella misma se sentía fuera de lugar, asunto que se acentuaba porque algunos de los machos del grupo la llamaban un tanto despectivamente “la poeta”. Al pedirles explicación alguno de ellos me dijo que ella no sólo escribía poemas, sino que también era la hija del poeta Eduardo Carranza. Tan pronto como lo supe procuré acercarme y conversar con ella. Yo había leído poemas de su padre que me gustaron. Se lo dije y se estableció repentinamente una especie de camaradería entre nosotros. Creo que se sintió aliviada de poder hablar con alguien de cosas que le interesaban. Acompañé al grupo en varias de las excursiones por la ciudad y sus afueras y siempre me sentaba a su lado en el autobús. Le traducía los letreros, los avisos, los nombres de las avenidas y los almacenes, le contaba historias de esa ciudad inaudita, por ejemplo cuando visitamos las colinas de Borodinó donde los moscovitas habían vencido a las huestes napoleónicas en 1812. María Mercedes se mostró sorprendida y feliz cuando supo que se encontraba en el corazón mismo, en el lugar exacto de la batalla que Tolstói había descrito magistralmente en Guerra y paz.


Con su padre Eduardo Carranza.
Fotos: antologiadepoesiacolombiana.com

En otra ocasión el grupo visitó el Monasterio de Zagorsk, con tal suerte que pudimos presenciar una ceremonia ortodoxa en la catedral de la Asunción; María Mercedes miraba para todos lados, no perdía detalle, como si quisiera degustar ese instante con toda pasión y deleite. La emoción llegó a su punto más alto cuando nos informaron que en esa catedral estaba la tumba de Borís Godunov, uno de los zares más célebres de Rusia. Pero lo que más sorprendía a María Mercedes era ver a seminaristas y popes caminar con sus atuendos dentro del monasterio, creía que la revolución bolchevique los había exterminado desde los años veinte, al menos era lo que hacían creer en Occidente, pero lo cierto era que los creyentes podían practicar sus ceremonias religiosas dentro de los muros de los monasterios y las catedrales; tal vez los popes y los estudiantes religiosos no podían salir con sus atuendos por las calles, o mostrarse así en lugares públicos, pero estudiaban teología y marxismo, economía y ciencias en sus seminarios; es más, la jerarquía ortodoxa y los patriarcas apoyaron a Stalin y al Ejército Rojo en los momentos más críticos de la guerra, esto era vox populi entre los adultos rusos de los años setenta.

Cuando el grupo regresó a Colombia, María Mercedes me dejó su primer libro Vainas y otros poemas publicado en Bogotá en 1972. Lo leí semanas después, creo que no me gustó del todo, aunque aprecié el desenfado, la picardía y la frescura de sus poemas. La volví a ver en 1993 en un encuentro a la que ella asistió en Morelia, la ciudad donde vivo. Tuvo muchas actividades y muy poco tiempo, así que compartimos muy brevemente, no hablamos de nuestro encuentro moscovita, me dio la impresión que no lo recordaba, aunque habló de algunas de las traducciones mías de poetas rusos que había leído en alguna parte. Al despedirnos me dejó Tengo miedo, no me gustó para nada el título, me sonaba a señora bien, aunque descubrí ahí dos o tres poemas que todavía me acompañan: “Una rosa para Dylan Thomas”, Bogotá 1982 y “El oficio de vivir”.

Cuatro años después nos encontramos de nuevo en el DF en una comida que organizó en su casa un conocido poeta, ahora académico de la lengua, a la que asistieron como invitados especiales José Emilio Pacheco y García Márquez. Al lado de esas estrellas merodeaba un grupo de escritores “emergentes”, algunos de ellos funcionarios e investigadores universitarios que han logrado publicar algunas novelas producto de sus investigaciones. Incluso uno de ellos es ahora un muerto literario en vida, acusado de un plagio mortífero que lo sacó del ring de las letras y lo fulminó. Con María Mercedes, ese día, apenas cruzamos palabra, inmersa como estaba, como estábamos todos, escuchando las historias del Nobel y del poeta de No me preguntes cómo pasa el tiempo.

Cuando publiqué mis traducciones de poemas de Anna Ajmátova en Bogotá, Carranza las saludó con un sugerente artículo que publicó en una influyente revista colombiana. Decía que, según los que la conocieron, la poeta rusa era muy hermosa, de “cabello oscuro, piel clara, ojos de un pálido gris verdoso, esbelta y altísima”, toda una bomba y un bombón pues, nacida en el mismo año que Chaplin, la Sonata a Kreutzer, de Tolstói, y la Torre Eiffel, es decir en 1889. A María Mercedes los poemas de ese libro de Ajmátova le parecían breves,  donde “predominaban la intimidad sutil y un lirismo puro”. En 1999 pasé por su oficina en Bogotá para dejarle dos libros míos que le había llevado de México. No la encontré, pero le dejé los dos volúmenes. A los pocos días me llegó un paquete suyo con dos libros y una nota con su puño y letra diciendo que leería los libros que le dejé antes de entregarlos a la biblioteca de la Casa Silva. La visité la última vez en 2001 en esa casa de la poesía, en la que llevaba años como directora. Me mostró las instalaciones, la biblioteca, la librería, el auditorio, la fonoteca, caminamos por el patio y las salas, recordamos nuestros breves encuentros en México pero nunca pareció acordarse de nuestro primer encuentro moscovita, no lo mencionó, ni yo se lo sugerí, y ahora que escribo sobre ello la veo vaporosa en el recuerdo, con su sombrerito redondo de tela, su bufanda, su holgado abrigo oscuro, caminando silenciosa e insegura, tímida, por las calles heladas de Moscú. Creo que fue así, no estoy seguro, el paso de los años fragmenta la memoria y todo se evapora sin remedio por los resquicios del tiempo. El 11 de julio de 2003 la escritora se suicidó en su apartamento, deprimida, golpeada por el interminable secuestro de uno de sus hermanos por parte de la guerrilla de la FARC y, tal vez, por el eterno desangre de esa joya desesperada que es Colombia. Años antes había publicado El canto de las moscas, veinticuatro cantos cortos cada uno titulado con el nombre de una población colombiana víctima de una masacre: Mapiripán, Vistahermosa, Soacha, Tierralta, Uribia, Miraflores…

Cuando me enteré de su muerte me puse a caminar por las calles de Morelia, como siempre lo hago cuando se me va un familiar, por lejos que esté, o  muere un poeta que he leído y que he visto al menos una vez en la vida. Esa es la condición que me impongo: que lo haya leído y que lo haya visto al menos una vez. Caminando reconstruyo, reinvento, ensancho la memoria, las imágenes y la palabras revolotean en la cabeza, aquello que parecía borroso, opaco, cobra nitidez. Entonces la vi, la reconocí, era cierto, aunque ella no lo recordara habíamos estado un día ya remoto en Borodinó, cual testigos mudos e imposibles de tantas batallas de la guerra y la paz; y en el monasterio de Zagorsk, como asistentes taciturnos en una misa ortodoxa frente a la tumba de Borís Godunov.