¿Quién, que los posea, no ha extraviado un libro?
¿Adónde van, dónde recalan los libros que se extravían? ¿Qué mano anhelante o desaprensiva los acoge? Hace varios años, mientras aguardaba un vuelo en el aeropuerto de Narita, desaparecieron no sólo mi pasaporte y mi boleto de avión, sino también una hermosa edición –lectura de viaje– de El hombre que fue jueves.
A otros les aguardaban destinos más atroces. Nacionalismo y cultura, de Rudolf Rocker, fue desgarrada por una de nuestras mascotas, indignada una tarde en que otros apuros nos obligaron a postergar su atención. Cuidadosamente empastado después, la mutilación no pudo reponer la guarda y parte del prólogo, la cuarta de forros y las últimas páginas, pero sobre todo dos secciones interiores del libro, que lo tornaron imposible de leer.
Los extravíos más lastimosos, sin embargo, han sido los provocados por amistades o personas que han sustraído furtivamente ejemplares de nuestra biblioteca, desamparada en nuestras prolongadas ausencias. Entre varios, recuerdo la desaparición de una bella edición ilustrada de La historia del Renacimiento en Italia, de Burckhardt. Poseía todas las obras de David Martín del Campo, las coleccioné –contemporáneo al fin– una tras otra, desde Las rojas son las carreteras, y no queda al presente más que una de sus novelas. Igual, en otra mano encapotada huyó la primera edición de El vampiro de la Colonia Roma, de Luis Zapata. De Arturo Azuela descubrí en un paseo reciente por mis estantes, que sólo sobrevive una de sus obras. Cien años de soledad me fue sustraída tantas veces que perdí la cuenta.
No ha sido escaso el volumen de libros así extraviados. Mas en este ir y venir de un lugar a otro, ¿a quién inculpar?
Algunos más han huido vaya usted a saber dónde, lector amable: un ejemplar empastado de De lo sublime; una edición del Círculo de Lectores de Mientras la ciudad duerme, de Frank Yerbi; una autobiografía de Caryl Chessman, son libros cuyo paradero desconozco. Con la pérdida de La ciudad y los perros, en mis años universitarios, adquirí el hábito deplorable de anotar mi nombre en la primera página.
¿Quién, que los posea, no ha extraviado un libro? ¿Existen categorías en esos asuntos? A veces la mano del propietario se ve obligada a deshacerse de ciertos ejemplares, a depurar, sobre todo ante la inminencia de una mudanza; tampoco es infrecuente que por negligencia o descuido se nos escapen.
El más famoso entre los libros desaparecidos es, quizás, la segunda parte de la poética de Aristóteles, y todos conocemos que la vertiginosa trama de El nombre de la rosa gira en torno a ese libro cuya lectura aniquila al lector. Por su parte, la sola cercanía de El libro en blanco, de Julio Ramón Ribeyro, no dejó sino ramas secas sobre un manto de pétalos marchitos del antiguo rosedal. No todo ha de atribuirse a la mano del hombre, pues.
Con La lozana andaluza nos ha ocurrido algo curioso, que puede rozar los umbrales de lo fantástico: en el lapso de una década lo extravié en tres ocasiones, siempre al comenzar su lectura y siempre al embarcarme en un vuelo. El cuarto ejemplar que me allegué reposa hace años en mi biblioteca: una reverente aprensión me impide adentrarme en su lectura. |