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Hugo
Ricardo Yáñez
Sueño y realidad
Aleyda Aguirre Rodríguez
Berlín a fuego lento
Esther Andradi
Borodinó, Zagorsk
y María Mercedes
Carranza
Jorge Bustamante García
La suerte de los libros
Leandro Arellano
Guillermo Jiménez, un
narrador de provincia
Hiram Ruvalcaba
Juan Manuel Roca: la
extrañeza y la lucidez
José Ángel Leyva
Grecia, una
crisis anunciada
Mariana Domínguez Batis
Théodore Géricault y
la otra mitad del otro
Andrea Tirado
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ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
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Javier Sicilia
La fe degradada
Para Hugo Gutiérrez Vega que habita ahora en el misterio de mi fe
Desde el asesinato de mi hijo no he dejado de preguntarme por la fe, en particular por mi fe. ¿Qué es? Si alguna vez pude dar cuenta de ella, hoy me es imposible. Sé que está allí. De lo contrario, hace tiempo me habría pegado un tiro. Pero se ha vuelto profunda, indecible, “desnuda”, diría la mística. A pesar de ello, ¿hay algo, en los límites del lenguaje, decible sobre la fe? Está en San Pablo: “La fe es la sustancia de las cosas esperadas.” Es decir, de la vida plena, de lo que es pero todavía no. ¿Existe todavía en el mundo? O, para formularlo con la desconcertante pregunta de Jesús: “Cuando el Hijo del Hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?” (Lucas 18, 8).
La palabra que el griego del Evangelio usa para nombrarla –dice Giorgio Agamben en un espléndido artículo que Gustavo Esteva, con quien hablo de estas cosas, me hizo llegar, “Si la feroz religión del dinero devora el futuro”– es pistis: “el crédito del que gozamos cerca de Dios y del cual goza la palabra de Dios cerca de nosotros, a partir del momento en que creímos en él”. La existencia de lo que todavía no es, pero que será “en la medida en que nuestra fe logra dar sustancia, o sea, realidad, a nuestras esperanzas”.
Sin embargo, como él mismo lo dice, ese crédito, ese sentido fundamental de la pistis, ha sido corrompido por la lógica económica del capitalismo. La fe de nuestro tiempo se ha convertido en una realidad bancaria. Trápeza tes pisteos –una frase que aparece en algunos establecimientos de Grecia– quiere decir “Banco de crédito”.
En una época de desesperación, de muerte, de crímenes, de desprecio por la persona y la naturaleza, nuestra fe y sus profundos vínculos se han convertido en una puerilidad mercantil, en un juego de dinero cuyo templo es el banco y cuyo futuro depende de nuestra solvencia. Si no eres solvente careces de credibilidad y, en consecuencia, de futuro. Así, “la banca, con sus funcionarios grises y sus expertos, ha tomado el lugar” que antiguamente ocupaba la Iglesia, y “gobernando el crédito manipula y administra la fe –la escasa, incierta confianza– que nuestra época todavía tiene en sí misma. Y lo hace de la manera más irresponsable y carente de escrúpulos, tratando de lucrar con la confianza y las esperanzas de los seres humanos, al determinar el crédito del cual cada quien puede gozar y el precio que debe pagar por ello (incluso el crédito de los Estados, que han abdicado dócilmente de su soberanía). De esta manera, gobernando el crédito, gobierna no sólo el mundo, sino también el futuro de los hombres, un futuro que la crisis acorta cada vez más y tiene plazo de vencimiento”.
El poder financiero ha corrompido no sólo la fe evangélica, sino también la fe política, que es el servicio al bien común y la solidaridad entre los seres. Con ellos ha destruido el futuro, la esperanza y ha dado un rotundo “No” a la pregunta de Jesús cuando pensaba en su regreso.
“Mientras nuestra sociedad que se cree laica siga esclavizada” a esta oscura e irracional religión, sólo podrá recuperar su crédito y su futuro “de manos de estos tétricos y desacreditados pseudosacerdotes, banqueros, profesores y funcionarios de las diversas agencias calificadoras del crédito”. Un falso crédito, porque en sus oscuros flujos habita lo que hoy vivimos en México: la muerte, el crimen, el despojo y la violencia sin fin.
Toda víctima es consecuencia de esa corrupción de la fe. Quizá por eso yo ya no puedo dar cuenta de la mía. La preservo en mi corazón, desnuda, pobre, como una vela encendida en medio de las tinieblas crediticias. Desde allí, como quiere Agamben, he dejado de mirar el futuro. Mantengo mis ojos vueltos hacia adentro de mí y hacia el pasado para mantener mi libertad y mi dignidad. “La arqueología, no la futurología –yo agregaría, la vida interior de la fe preservada por la tradición– es la única vía de acceso al presente”, la única salida a la llamada crisis que es la manera en la que los flujos del capital, al degradar la fe, destruyen nuestro presente y nuestra intimidad con el misterio de la vida y de los hombres.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones y devolverle su programa a Carmen Aristegui.
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